conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte 1.- El credo » CAPÍTULO X LAS VIRTUDES Y DONES DEL ESPIRITU SANTO

Esperanza y Amor

Es doctrina de nuestra fe cristiana que Dios da a cada alma que crea la suficiente gracia para que alcance el cielo. La virtud de la esperanza, infundida en nuestra alma por el Bautismo, se basa .en esta enseñanza de la Iglesia de Cristo y de ella se nutre y desarrolla con el paso del tiempo.

La esperanza se define como «la virtud sobrenatural con la que deseamos y esperamos la vida eterna que Dios ha prometido a los que le sirven, y los medios necesarios para alcanzarla». En otras palabras, nadie pierde el cielo si no es por su culpa. Por parte de Dios, nuestra salvación es segura. Es solamente nuestra parte -nuestra cooperación con la gracia de Dios- lo que la hace incierta.

Esta confianza que tenemos en la bondad divina, en su poder y fidelidad, hace llevaderos los contratiempos de la vida. Si la práctica de la virtud nos exige a veces autodisciplina y abnegación, quizá incluso la autoinmolación y el martirio, hallamos nuestra fortaleza y valor en la certeza de la victoria final.

La virtud de la esperanza sé implanta en el alma en el Bautismo, junto con la gracia santificante. Aun el recién nacido, si está bautizado, posee la virtud de la esperanza. Pero no debe dejarse dormir. Al llegar la razón, esta virtud debe encontrar expresión en el acto de esperanza, que es la convicción interior y expresión consciente de nuestra confianza en Dios y en sus promesas. El acto de esperanza debería figurar de modo prominente en nuestras oraciones diarias. Es una forma de oración especialmente grata a Dios, ya que expresa a la vez nuestra completa dependencia de El y nuestra absoluta confianza en su amor por nosotros.

Es evidente que el acto de esperanza es absolutamente necesario para nuestra salvación.

Sostener dudas sobre la fidelidad de Dios en mantener sus promesas, o sobre la efectividad de su gracia en superar nuestras humanas flaquezas, es un insulto blasfemo a Dios. Nos haría imposible superar los rigores de la tentación, practicar la caridad abnegada. En resumen, no podríamos vivir una vida auténticamente cristiana si no tuviéramos confianza en el resultado final. ¡Qué pocos tendríamos la fortaleza para perseverar en el bien si tuviéramos una posibilidad en un millón de ir al cielo!

De ahí se sigue que nuestra esperanza debe ser firme. Una esperanza débil empequeñece a Dios, o en su poder infinito o en su bondad ilimitada. Esto no significa que no debamos mantener un sano temor de perder el alma. Pero este temor debe proceder de la falta de confianza en nosotros, no de falta de confianza en Dios. Si Lucifer pudo rechazar la gracia, nosotros estamos también expuestos a fracasar, pero este fracaso no sería imputable a Dios.

Sólo a un estúpido se le ocurriría decir al arrepentirse de su pecado: «¡Oh Dios, me da tanta vergüenza ser tan débil!». Quien tiene esperanza dirá: «¡Dios mío, me da tanta vergüenza haber olvidado lo débil que soy!». Puede definirse un santo diciendo que es aquel que desconfía absolutamente de sí mismo, y confía absolutamente en Dios.

También es bueno no perder de vista que el fundamento de la esperanza cristiana se aplica a los demás tanto como a nosotros mismos. Dios quiere la salvación no sólo mía, sino de todos los hombres. Esta razón nos llevará a no cansarnos nunca de pedir por los pecadores y descreídos, especialmente por los más próximos por razón de parentesco o amistad. Los teólogos católicos enseñan que Dios nunca retira del todo su gracia, ni siquiera a los pecadores más empedernidos. Cuando la Biblia dice que Dios endurece su corazón hacia el pecador (como, por ejemplo, hacia el Faraón que se opuso a Moisés), no es más que un modo poético de describir la reacción del pecador. Es éste quien endurece su corazón al resistir la gracia de Dios.

Y si falleciera un ser querido, aparentemente sin arrepentimiento, tampoco debemos desesperar y «afligirnos como los que no tienen esperanza». Hasta llegar al cielo no sabremos qué torrente de gracias ha podido Dios derramar sobre el pecador recalcitrante en el último segundo de consciencia, gracias que habrá obtenido nuestra oración confiada.

Aunque la confianza en la providencia divina no es exactamente lo mismo que la virtud divina de la esperanza, está lo suficientemente ligada a ella para concederle ahora nuestra atención. Confiar en la providencia divina significa que creemos que Dios nos ama a cada uno de nosotros con un amor infinito, un amor que no podría ser más directo y personal si fuéramos la única alma sobre la tierra. A esta fe se añade el convencimiento de que Dios sólo quiere lo que es para nuestro bien, que, en su sabiduría infinita, conoce mejor lo que es bueno para nosotros, y que, con su infinito poder, nos lo da.

Al confiar en el sólido apoyo del amor, cuidado, sabiduría y poder de Dios, estamos seguros. No caemos en un estado de ánimo sombrío cuando «las cosas van mal». Si nuestros planes se tuercen, nuestras ilusiones se frustran, y el fracaso parece acosarnos a cada paso, sabemos que Dios hace que todo contribuya a nuestro bien definitivo.

Incluso la amenaza de una guerra atómica o de una subversión comunista no nos altera, porque sabemos que los mismos males que el hombre produce, Dios hará que, de algún modo, encajen en sus planes providenciales.

Esta confianza en la divina providencia es la que viene en nuestra ayuda cuando somos tentados (y, ¿quién no lo es alguna vez?) en pensar que somos más listos que Dios, que sabemos mejor que El lo que nos conviene en unas circunstancias determinadas. «Puede que sea pecado, pero no podemos permitirnos un hijo más»; «Puede que no sea muy honrado, pero todo el mundo lo hace en los negocios»; «Ya sé que parece algo turbio, pero así es la política». Cuando nos vengan estas coartadas a la boca, tenemos que deshacerlas con nuestra confianza en la providencia de Dios. «Si hago lo correcto, puede que saque muchos disgustos» tenemos que decirnos, «pero Dios conoce todas las circunstancias. Sabe más que yo. Y se ocupa de mí. No me apartaré ni un ápice de su voluntad».

La única virtud que permanecerá siempre con nosotros es la caridad. En el cielo, la fe cederá su lugar al conocimiento: no habrá necesidad de «creer en» Dios cuando le veamos. La esperanza también desaparecerá, ya que poseeremos la felicidad que esperábamos. Pero la caridad no sólo no desaparecerá, sino que únicamente en el momento extático en que veamos a Dios cara a cara alcanzará esta virtud, que fue infundida en nuestra alma por el Bautismo, la plenitud de su capacidad. Entonces, nuestro amor por Dios, tan oscuro y débil en esta vida, brillará como un sol en explosión. Cuando nos veamos unidos a ese Dios infinitamente amable, ese Dios único capaz de colmar los anhelos de amor del corazón humano, nuestra caridad se expresará eternamente en un acto de amor.

La caridad divina, virtud implantada en nuestra alma en el Bautismo junto con la fe y la esperanza, se define como «la virtud por la que amamos a Dios por Sí mismo sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios». Se le llama la reina de las virtudes, porque las demás, tanto teologales como morales, nos conducen a Dios, pero es la caridad la que nos une a El. Donde hay caridad están también las otras virtudes. «Ama a Dios y haz lo que quieras», dijo un santo. Es evidente que, si de veras amamos a Dios, nuestro gusto será hacer sólo lo que le guste.

Por supuesto, es la virtud de la caridad la que se infunde en nuestra alma por el Bautismo.

Y, cuando alcanzamos uso de razón, nuestra tarea es hacer actos de amor. El poder de hacer tales actos de amor, fácil y sobrenaturalmente, se nos da en el Bautismo.

Una persona puede amar a Dios con amor natural. Al contemplar la bondad y misericordia divinas, los beneficios sin fin que nos da, podemos sentirnos movidos a amarle como se ama a cualquier persona amable. Ciertamente, una persona que no ha tenido ocasión de ser bautizada (o que está en pecado mortal y no tiene posibilidad de ir a confesarlo) no podrá salvarse a no ser que haga un acto de amor perfecto a Dios, lo que quiere decir de amor desinteresado: amar a Dios porque es infinitamente amable, amar a Dios sólo por Sí mismo. También para un acto de amor así necesitamos la ayuda divina en forma de gracia actual, pero ése sería aún un amor natural.

Solamente por la inhabitación de Dios en el alma, por la gracia sobrenatural que llamamos gracia santificante, nos hacemos capaces de un acto de amor sobrenatural a Dios. La razón por la que nuestro amor se hace sobrenatural está en que realmente es Dios mismo quien se ama a Sí mismo a través de nosotros. Para aclarar esto, podemos usar el ejemplo del hijo que compra un regalo de cumpleaños a su padre utilizando (con el permiso de su padre) la cuenta de crédito de éste para pagarlo. O, como el niño que escribe una carta a su madre con la misma madre guiando su inexperta mano.

Parecidamente, la vida divina en nosotros nos capacita para amar a Dios adecuadamente, proporcionadamente, con un amor digno de Dios. También con un amor agradable a Dios, a pesar de ser, en cierto sentido, Dios mismo quien hace la acción de amar.

Esta misma virtud de la caridad (que acompaña siempre a la gracia santificante) hace posible amar al prójimo con amor sobrenatural. Amamos al prójimo no con un mero amor natural porque es una persona agradable, porque congeniamos con él, porque nos llevamos bien, porque de alguna manera nos atrae. Este amor natural no es malo, pero no hay en él mérito sobrenatural. Por la virtud divina de la caridad nos hacemos vehículo, instrumento, por el que Dios, a través de nosotros, puede amar al prójimo. Nuestro papel consiste simplemente en ofrecernos a Dios, en no poner obstáculos al flujo de amor de Dios. Nuestro papel consiste en tener buena voluntad hacia el prójimo por amor de Dios, porque sabemos que esto es lo que Dios quiere. Nuestro prójimo, diremos de paso, incluye a todas las criaturas de Dios: los ángeles y santos del cielo (cosa fácil), las almas del purgatorio (cosa fácil), y todos los seres humanos vivos, incluso nuestros enemigos (¡uf!).

Y precisamente en este punto tocamos el corazón del cristianismo. Es precisamente aquí donde encontramos la cruz, donde probamos la realidad o falsedad de nuestro amor a Dios. Es fácil amar a nuestra familia y amigos. No es muy duro amar a «todo el mundo», de una manera vaga y general, pero querer bien (y rezar y estar dispuesto a ayudar) a la persona del despacho contiguo que te hizo una mala pasada, a la vecina de enfrente que murmura de ti, o a aquel pariente que consiguió con malas artes la herencia de tía Josefina, a aquel criminal que salió en el periódico porque había violado y matado a una niña de seis años... si perdonarles ya resulta bastante duro, ¿cómo será el amarles? De hecho, naturalmente hablando, no somos capaces de hacerlo. Pero, con la divina virtud de la caridad, podemos, más aún, debemos hacerlo, o nuestro amor a Dios sería una falsedad y una ficción.

Pero, tengamos presente que el amor sobrenatural, sea a Dios o a nuestro prójimo, no tiene que ser necesariamente emotivo. El amor sobrenatural reside principalmente en la voluntad, no en las emociones. Podemos tener un profundo amor a Dios, según prueba nuestra fidelidad a El, sin sentirlo de modo especial. Amar a Dios sencillamente significa que estamos dispuestos a cualquier cosa antes que ofenderle con un pecado mortal. De la misma manera, podemos tener un sincero amor sobrenatural al prójimo, aunque a nivel natural sintamos por él una marcada repulsión. ¿Le perdono por Dios el mal que haya hecho? ¿Rezo por él y confío en que alcance las gracias necesarias para salvarse?

¿Estoy dispuesto a ayudarle si estuviera en necesidad, a pesar de mi natural resistencia?

Si es así, le amo sobrenaturalmente. La virtud divina de la caridad obra en mi interior, y puedo hacer actos de amor (que deberían ser frecuentes, cada día) sin hipocresía, ni ficción.

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