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Bien por el Papa

Las declaraciones de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona el pasado día12 han dado lugar a una reacción de disgusto en ciertos sectores del mundo musulmán que a mi juicio no se compadece con la proclamada petición de diálogo y que, por otro lado, se pide también por otros autorizados sectores musulmanes que reclaman su condición de europeos.

Benedicto XVI ha otorgado al Islam una respetuosa posición de interlocutor y ese es el primer paso de todo diálogo. Creo que esta cuestión, como otras que afectan a sentimientos religiosos, plantea siempre el mismo problema: ¿Cómo establecer, sin romper los vínculos de interés y afecto mutuos entre los interlocutores, un diálogo que permita la crítica y la controversia? ¿O es que puede haber diálogo sin controversia y contradicción? ¿Es que el diálogo sólo puede sostenerse entre quienes de antemano están de acuerdo y sólo se escuchan para halagarse los oídos y reiterar lo que ya conocen o comparten? Si ha de abrirse un verdadero diálogo entre civilizaciones como nos proponen Zapatero y Erdogan -cualquier cosa que eso sea- tendremos que blindar los puentes que lo hacen posible y empezar a establecer las condiciones y protocolos de ese diálogo; pero difícilmente puede haber un diálogo que no presuponga la posibilidad previa de que los interlocutores puedan corregir y reformar sus posiciones iniciales precisamente por efecto de ese diálogo. Todo diálogo es contaminante. Benedicto XVI es Papa de Roma, y el Papado ha tenido que encajar -a veces muy a su pesar- muchas y acervas críticas; en primer lugar en el seno de la misma tradición cristiana, furibundas fueron algunas que le dedicó el reformador Martin Lutero, en tiempos del Papa León X, pero más agresivas han sido otras formuladas por el mundo secular, philosophes y científicos, desde el famoso Ecrasez l'infame de Voltaire, hasta el decisivo Sigmund Freud con su libro El porvenir de una ilusión, pero a pesar de ello el Papado no ha perdido la confianza en sí mismo y la fe en su tradición, las iglesias, a pesar de los pesares, no han perdido su compostura, y, en muchas ocasiones sin necesidad de reconocerlo explícitamente, han ido adaptándose a ciertas admoniciones de sus críticos, rectificando sus propias posiciones imperceptiblemente, sin renunciar a lo fundamental de su mensaje; así han hecho no sólo el catolicismo-romano, sino otras tradiciones cristianas como la Iglesia anglicana, las iglesias ortodoxas, las reformadas o las evangélicas. Eso es lo propio del estilo logocéntrico que caracteriza precisamente a Europa, y también al cristianismo. Quizá como anticipo de su proyectado viaje a Turquía mencionaba el Papa el diálogo del emperador bizantino Manuel II Paleólogo, durante el invierno de 1391 en Ankara con un persa culto sobre el cristianismo y el Islam, y la verdad de ambos. Al parecer en este diálogo el emperador Manuel II, y así lo citó el Papa, tocó el tema de la yihad (guerra santa) y en esa mención el emperador expone las razones por las que entiende que la difusión de la fe mediante la violencia es algo irracional. Es una pena que en muchas ocasiones esas ilustradas opiniones del emperador Manuel II no hayan sido tenidas en consideración por muchos de sus émulos y que en tantas ocasiones se haya llegado a ponderar sin rubor y sin empacho los méritos de la santa coacción (que bien podía entenderse como una especie de pequeña yihad). Los hombres de fe no están exentos de su dosis de mala fe. Desarrollaba el Papa Benedicto el discurso de Manuel II alegando que la violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no goza con la sangre; no actuar según la razón es contrario a la voluntad de Dios», palabras muy sabias que es justo y necesario mencionar, a tiempo y a destiempo, oportune e inoportune, como diría Pablo de Tarso.

En estas declaraciones el Papa pide al Islam abrir un diálogo basado en la cultura, los derechos humanos y el rechazo de la violencia, pero por otro lado hay que señalar cómo también el Papa pide a Occidente, al mismo tiempo, la vuelta a una visión de la naturaleza humana y de la racionalidad en la que la dimensión religiosa no quede necesariamente excluida. El diálogo, como el deporte, necesita un cierto espíritu de superación y una capacidad de encaje -con deportividad- de las críticas, que no pueden eludirse reclamando un ámbito de intangibilidad por causa de hipersensibilidad emocional. Eso no sería un verdadero diálogo. El Islam europeo, del que se reclaman nombres tan significados como Tariq Ramadán, y del que dada su importancia cuantitativa ya podemos comenzar a hablar con propiedad, con presencia visible e importantes mezquitas en Londres, París, Madrid y la referencia de Estambul, tiene que empezar a asumir los riesgos y venturas del diálogo y prepararse para buscar sus propias respuestas, arguyendo en base a la razón y los valores de su propia tradición, pero apelando también a las tradiciones filosóficas y científicas comunes, y en todo caso renunciando a aspavientos y declaraciones grandilocuentes que sólo denotan desconfianza en los propios argumentos. Este valor de la crítica y del diálogo abierto del que ha hecho un uso respetuoso y legítimo Benedicto XVI presupone lógicamente la disposición a asumir por su parte también la crítica y las contradicciones del diálogo y si es así, en esto el Papa Ratzinger actúa como un verdadero europeo acreditando el temple de la identidad de Europa en la que participan factores -religión, ciencia, filosofía- que no se relacionan de una manera fácil y pacífica, sino que se manifiestan con tensiones y contradicciones entre sí. Lo que tendrían que hacer el Consejo Musulmán Británico o el mufti de Turquía, Alí Bardakoglu, con quien el Papa se verá en Estambul este año, no es parapetarse en el papel de ofendidos, sino aceptar el reto del diálogo y contestar a Benedicto XVI en los mismos términos, dando continuidad a ese diálogo y señalando donde y cómo yerran -si es que lo hacen- las apreciaciones del Papa. Eso es dialogar. Durante los mismos días en los que Ratzinger planteaba un diálogo crítico con el Islam, lo hacía también con el evolucionismo, definiendo sin complejos sus propias posiciones: «El evolucionismo no es racional», ha dicho, lo que seguramente, por razones diferentes a las de Benedicto no habría sido negado por Federico Nietzsche, precursor de la postmodernidad. Ese directo rechazo al principio del evolucionismo darwinista ha hecho que muchos hayan recordado que el surgimiento de la ciencia moderna se ha hecho no sólo al margen de las iglesias sino en gran medida en contra de ellas (Copérnico, Galileo, Servet, Darwin, Einstein, Freud...), y algunos hayan puesto de relieve que la racionalidad científica no es una racionalidad abstracta y a priori, sino empírica y experimental, es decir, a posteriori. Pero lo importante a mi juicio es que las palabras de Benedicto XVI no han hecho sino animar la controversia y eso nos permite hoy a muchos, entre los que me encuentro, valorar por encima de todo la libertad con la que hoy en Europa podemos plantear nuestras controversias sobre lo humano y lo divino sin recurrir, ya, a autos de fe, piras incendiarias o campos de reeducación ideológica. Que así sea, por los siglos de los siglos.

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