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Ahora, el Papa

El Papa, incrustado en la tradición tomista, se mide con los reformadores del XVI y con la razón moderna

He leído la lección magistral que Benedicto XVI pronunció en Ratisbona y que ha provocado el último choque, o más valdría decir topetazo, de civilizaciones. Se trata de un ejercicio académico y profundamente competente que alude a Mahoma de pasada y como pretexto para decir cosas que podrían haberse dicho igualmente sin hablar de Mahoma.

El Papa, incrustado en la tradición tomista, se mide con los reformadores del XVI primero y luego con la razón moderna. La tesis del Papa, por su vertiente negativa -la positiva es más precaria-, responde a un argumento absolutamente conocido y harto sólido. Los reformadores separaron la fe de la razón. La última vino a ser monopolizada en el curso de los siglos por la ciencia, y la fe se convirtió en un artículo subjetivo y en el fondo discrecional. Pero la razón es más capaz que la ciencia. Reducir aquella a ésta entraña vaciar de contenido, de contenido racional también, a la moral. Ratzinger se expresa con soltura y no está atenazado por el ritualismo de los discursos eclesiales al uso. Es también un hombre erudito, con la pasión de los eruditos por las citas exóticas que redondean brillantemente una exposición bien hilada.

En mi opinión, está clarísimo qué es lo que ha ocurrido en este caso. El Papa volvió a su condición, y probablemente a su vocación, de profesor de teología, y cometió la imprudencia de sacar a colación a Manuel II Paleólogo y a Ibn Hazn. Supongo que los discursos papales son sometidos al escrutinio de una comisión vaticana. La comisión no advirtió que el material era delicado y luego ocurrió lo que ocurrió.

De momento, y hasta donde se me alcanza, se ha producido ya el asesinato de una monja. Menos dramática, pero más trascendente desde el punto de vista político, ha sido la reacción del primer ministro de Turquía. Los burócratas de Bruselas apelan a argumentos de tercera derivada -por ejemplo, la situación en Chipre- para recomendar que Turquía ingrese en la Unión. Imagino que lo sucedido les llevará a pensar con un poco más de concentración. O quizá, no. Quizá, pedirles más concentración sea como pedir peras al olmo.Vayamos al grano. Es obvio que el Papa habría preferido, con la que está cayendo, no haber mentado a Mahoma. Los imbéciles se atienen sólo a esta conjetura y a continuación generalizan. El periódico danés no debería haber publicado las caricaturas. Theo Van Gogh no debería haber producido su película. Rushdie no debería haber escrito su libro. Y así sucesivamente. Las caricaturas, la película de Van Gogh, la novela de Rushdie y la lección magistral del Papa no tienen nada que ver entre sí.

Las caricaturas, por citar un caso extremo, fueron una patochada, y el discurso del Papa es una alocución seria. Pero lo importante, a nuestros efectos, es que tanto las patochadas como los discursos serios son manifestaciones de la libertad de expresión, una libertad garantizada en Europa y un factor esencial dentro de la democracia. La libertad de expresión no anticipa si lo que se diga a su amparo será inteligente o tonto, virtuoso o execrable.

Las garantías blindan derechos, no aseguran resultados. El que no lo comprenda, no comprende el sentido de la libertad ni de la seguridad jurídica. Los imbéciles no lo comprenden. Y ni siquiera comprenden que sus cautelas, elevadas a recomendaciones de índole genérica -cada cual hace bien en ser cauteloso de pechos adentro-, son una rendición.

Me he referido antes, adrede, al choque de civilizaciones. La idea, como se sabe, es de Huntington, quien quiso enmendar la plana a Fukuyama. Es evidente, evidente de toda evidencia, que Huntington ha acertado bastante más que Fukuyama. En rigor, debería ser medido por ese acierto relativo. Pero es verdad, a la vez, que Huntington introduce en su análisis consideraciones geoestratégicas heredadas de la Guerra Fría y que erige, de modo poco afortunado, a las civilizaciones en entes monolíticos y como dotados de alma propia. El error se magnifica, hasta extremos grotescos, en la réplica que a Huntington ha dado Zapatero con su Alianza de Civilizaciones. Se diría que las civilizaciones llevan sombrero y paraguas y que se saludan efusivamente en una esquina. Los imbéciles no han reparado en el detalle. Pero esto, de nuevo, no es lo importante.

Lo importante es que hay gente, con mando en plaza o armas en la mano, que se cree a pies juntillas que las civilizaciones son protagonistas de un auto sacramental gigantesco y que urge actuar conforme a un guión de origen divino. Es probable que Huntington no haya sabido penetrar, de verdad, la naturaleza de la historia. Es seguro, por desgracia, que ha sabido ser un sicólogo excelente. Consideremos lo sucedido con las torres gemelas; o lo sucedido en Casablanca; o en Londres. O lo sucedido en Madrid, que nos dejado en ropa un olor a azufre que no hay quien lo aguante.

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