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Un español universal

Regresaba de Roma a Madrid poco después de ordenarme de sacerdote. Con otro compañero, fui a despedir a monseñor Josemaría Escrivá. Corrían los últimos días de enero de 1975. Entre otros argumentos, mencionó su próximo medio siglo de sacerdote que se cumplía dos meses después. Refiriéndose al evento, afirmó que no quería nada especial en esa fecha, sólo nuestras oraciones, porque había procurado siempre esta norma de conducta: "Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca". Efectivamente luchaba para que las gentes no se quedasen en él, se esforzaba para poner a las almas frente a Dios.

¿Logró siempre ese propósito permanente en su vida ? Sí y no. Sí porque nunca deseó figurar, porque puso un gran empeño en ese lucimiento de Cristo, porque sólo se consideraba "el último trapo sucio de este mundo podrido", porque se autodefinía como "un fundador sin fundamento", porque explicaba que, en una carta, lo importante es el contenido, el sobre se tira. Y él sólo se veía sobre. Sería inacabable la lista de actitudes semejantes.

Sin embargo fue, y es, un hombre universal, a pesar de sí mismo podríamos decir. Por muchos motivos que es imposible enumerar exhaustivamente. Quizás el español más universal del siglo veinte, con una proyección que no ha hecho sino comenzar. Cuando el 2 de octubre de 1928 vio el Opus Dei, "recibió la iluminación sobre toda la Obra" -así solía explicarse para afirmar que su empresa no era idea humana-, se dio perfecta cuenta, y lo escribió en 1934, de que la Obra no venía para solucionar la situación de la Iglesia española de aquellos años, sino que nacía con entraña universal, católica. Tan es así que, cuando apenas contaba con una docena de fieles, ya pensaba en marchar de Madrid a Valencia y París. Sólo la guerra civil española le impidió entonces.

Luego, como en sucesivas oleadas de unas pocas y unos pocos, irían comenzando de país en país. Con todo, quizás no era este el aspecto capital de la universalidad de su espíritu. Era el mensaje mismo, la llamada universal a la santidad, es decir, de todas las gentes en todas las tareas. En el Breve apostólico de su beatificación, se citaba una frase que repitió centenares de veces: "Se han abierto los caminos divinos de la tierra"; y se añadía que su mensaje "refleja, con admirable coherencia, el misterio salvífico". Efectivamente, los santos -y quizá de un modo particular los fundadores- son grandes protagonistas de la historia de la salvación.

"El santo de la vida ordinaria.'' Esta fue la comprimida definición que Juan Pablo II encontró para él en la bula de su canonización. Nada más universal que esa vida corriente susceptible de santificación. El concilio Vaticano II recoge esa doctrina de la llamada de todos a la santidad, y Pablo VI afirmará que era "el elemento más característico y, por así decir, el fin último de todo el Magisterio conciliar"; diciendo en otra ocasión que era el fruto más precioso del Concilio.

Quizá por este motivo -y por el querer de Dios, sobre todo- lo que Josemaría Escrivá vio el 2 de octubre de 1928 le llevaba, sin querer, a hacer imposible un ocultamiento total, sobre todo cuando, después de su canonización, se convierte, aún más, en patrimonio de la Iglesia entera con un mensaje que ha dado la vuelta al planeta. Eso explica los centenares de miles de personas que asistieron a su canonización, "una gran multitud de fieles procedentes de numerosos países y pertenecientes a los ambientes sociales y culturales más diversos", como aseveró el Papa en su discurso del día posterior a aquella ceremonia. Incluso la presencia del Patriarca de la Iglesia ortodoxa de Rumania, entre muchos centenares de obispos, subraya el talante ecuménico de un santo y del espíritu que Dios le entregó.

Al alcance cósmico de esta voluntad de Dios se refirió también el Pontífice: ''Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el santo fundador os indica...". Y habría que hablar de la globalización del recurso a san Josemaría, al que acuden millones de personas, para las necesidades más variopintas, en los cinco continentes; de calles y plazas dedicadas, imágenes, emisiones de sellos en países muy diversos y todo un largo elenco de muestras de cariño y devoción. Sin salir de Valencia, ya tiene una parroquia dedicada, cuyo nuevo templo está empezando a construirse. Por no referirnos a las misas que celebran su fiesta con una sinfonía políglota o a los millones de ejemplares de sus obras, que corren de polo a polo en todas las lenguas posibles.

No le gustaba que filmaran sus catequesis. Sólo Álvaro del Portillo le convencía con un sencillo argumento: si no lo hacemos, sus hijos del futuro dirán que nosotros éramos tontos o malvados. Y acababa cediendo. En el encuentro que inicia este artículo, nos anunció el que sería su último viaje a América. Y añadió: con una condición, que no vayan los del cine. Pero como era un hombre que sabía querer, se dejó convencer otra vez. El amor es lo más universal; y lo más concreto. Esa despedida romana también tuvo su dosis de corazón, tanto que acabó por la vía rápida: ante la emoción palpable -suya y nuestra-, espetó: vámonos que la liamos. Y nos bendijo y nos besó apresuradamente. El 9 de enero hubiera cumplido 103 años.

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