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El problema de Dios y la creación

Aunque el problema es el hombre, la primera acepción de la citada palabra en el diccionario de la RAE es esta: "Cuestión que se trata de aclarar". En este sentido, me parece que es lícito hablar del problema de Dios: para los creyentes, como una necesidad de conocimiento que se traduce en un estilo de vida; para los no creyentes, como una exigencia de búsqueda honrada. No basta vivir tontamente contando con que existe, pero como si no existiera; ni me parece razonable no hacerse algunas preguntas capitales a lo largo de nuestra biografía para que ésta no corra el riesgo de ser liviana, superficial o sin sentido.

Chesterton afirma: "Si alguien me pregunta, desde el punto de vista exclusivamente intelectual, por qué creo en el cristianismo, sólo puedo contestarle que creo en él racionalmente, obligado por la evidencia". Agustín de Hipona dice que la fe es un acto de la inteligencia: "El acto de fe no es otra cosa que pensar con el asentimiento de la voluntad". Ernesto Sábato habla, sin embargo, de "un Dios en cuya fe nunca me he podido mantener del todo, ya que me considero un espíritu religioso, pero a la vez lleno de contradicciones". Freud -otro hombre lleno de inquietudes y paradojas- se refería a las religiones como "delirios psíquicos", como doctrinas que "llevan el sello de las épocas en que nacieron, la infancia de la humanidad todavía ignorante".

La historia de la humanidad -como diría José Ramón Ayllón- está llena de náufragos, gentes que navegan en el océano de la existencia: unos a la deriva, y otros que han avistado a Dios. El tema es todo un desafío para la inteligencia porque si Dios existe, la vida no puede ser igual que si no existe: ni la legislación, ni las costumbres, ni la educación, ni el trato entre unos y otros. La famosa frase de Dostoievski -"si Dios no existe, todo está permitido"- es una buena parte de la realidad de ese mundo que se proclama laicista con el fin de ser teóricamente el espacio vital para todos. ¿Y si nos equivocamos? Dimitri Karamazov es presentado por el novelista ruso como un hombre culto que aprecia las conquistas de la ciencia, pero su creador pone en su boca estas palabras: "¡Qué grande es la ciencia que lo explica todo! Sin embargo, echo de menos a Dios".

Uno de los puntos de reflexión y encuentro con Dios es el universo mismo, del que habitamos una mínima parte. A mi modo de ver, hay dos motivos principales que apartan de la aceptación de un Dios creador del mundo: la creencia ciega en el evolucionismo difundido por Darwin, sin contar con una inteligencia superior que dirigiera esa evolución y selección de las especies, sería la primera de las causas. La segunda -no menos ardua- es el problema del mal: ¿Cómo le ha salido a Dios esta parte del universo en la que, con el hombre, habita el cáncer, la miseria, las guerras, los genocidios y tantos otros dolores?

Unas palabras sobre el primer tema y dejo el segundo para otro día.

José Ramón Ayllón, hablando del libro Dios y la ciencia, de J. Guitton, se pregunta: ¿Por qué hay algo en lugar de la nada? ¿Por qué apareció el universo? Ninguna ley física observable permite responder a esos interrogantes. Parece ser que, hace quince mil millones de años, todo lo que contiene el universo -planetas, soles y miles de millones de galaxias- estaba concentrado en una pequeñez inimaginable, apenas una chispa en el vacío, dice Ayllón. No sabemos de dónde procede ese microátomo, por llamarlo de algún modo, esa partícula que daría lugar al inmenso cosmos hoy existente. Y toda esa realidad descansa en un pequeño número de constantes cosmológicas, de la que una pequeña modificación de cualquiera de ellas habría impedido la aparición del universo que conocemos.

Pero bastaría ceñirnos a nuestro planeta y todo su contenido, incluyendo al hombre. ¿Sería posible que esa grandiosa complejidad fuera fruto del azar? J. Bogdaman explica la programación de computadoras "para producir azar". Pues bien, sería necesario un tiempo casi infinito para que pudiera aparecer una combinación de números comparable a la que ha permitido la eclosión del universo y de la vida. A ello habría que añadir que en el origen del universo no hay azar sino un orden y una sincronización superior a lo imaginable. En cuanto a la formación de una sola célula viva por azar -sin entrar en detalles técnicos que en buena parte se me escapan-, la probabilidad en miles de millones de años es prácticamente nula. ¿Qué decir de un animal, de una planta, del hombre?

¿No es necesario creer en una Inteligencia superior autora de aquel microátomo y dadora de leyes precisas que hayan hecho posible lo que vemos? Cuando C. S. Lewis aceptó desde su ateísmo la existencia de un Dios creador -y más tarde de la fe cristiana- concluyó que este Ser pedía rendición y obediencia, pero no la de un duro amo sino la de un forjador de felicidad, de la que en su obra El problema del dolor , escribe: "Dios no puede darnos felicidad y paz fuera de sí mismo porque no las hay. No hay tales cosas".

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