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El problema de Dios y Cristo (y III)

En el artículo precedente ('' El problema de Dios y la existencia del mal'' ), se consideraba cómo Dios puede hablar a través del dolor, en ocasiones dramáticamente, como un último intento de hacerse oír. Pero concluíamos que el valor del sufrimiento no es solamente ese. Dios se ha manifestado a través de su Palabra encarnada. En el inicio de la epístola a los Hebreos, se lee: "En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres. En estos últimos tiempos, nos ha hablado por medio de su hijo"; "la plenitud de los tiempos", llamará San Pablo a ese momento en la epístola a los Gálatas.

Para un creyente, la realidad del Verbo Encarnado no es sólo una permanente interpelación a su vida; es mucho más, es el Salvador que nos reconcilió con el Padre por la gracia del Espíritu Santo, haciéndonos hijos de Dios, en un nivel nuevo, el de participantes en la vida divina. Esa vida es, ante todo, seguir a Jesús de Nazaret hasta identificarnos con El. Para un no creyente es la posibilidad más directa de ser uno de esos hombres razonables -así decía Pascal- que le buscan de todo corazón porque no le conocen.

El Evangelio es un magnífico instrumento para un primer contacto. Vittorio Messori, cuando desde su postura agnóstica abrió el Evangelio por primera vez, halló efectivamente una Persona: Jesucristo. "Fue algo -dice- que todavía me tiene aturdido. Cambió mi vida, obligándome a darme cuenta de que allí había un misterio al que valía la pena dedicar la vida.'' Es una manifestación de que, en rigor, no se puede incluir al cristianismo entre las religiones del libro, porque la Biblia es la revelación del mismo Dios que prepara la venida del Verbo, y luego la historia de una Persona divina encarnada de la que es preciso enamorarse. Todo muy lejos de una simple relación de preceptos que carecerían de alma sin esa perspectiva. Es Dios que desciende al nivel del hombre.

Armand M. Nicoli -psiquiatra y profesor en Harvard- comenta las siguientes palabras de Lewis: "Entre estos judíos aparece de pronto un hombre que va por ahí hablando como si Él fuera Dios". Lewis escribió -dice Nicoli- que si este hombre hubiere aparecido entre los hinduistas u otros panteístas, donde la gente dice a menudo que son uno con Dios o una parte de Dios, podríamos comprender su pretensión. Pero este hombre era un judío, para el que Dios "significaba el Ser aparte del mundo que Él había creado". Lewis argüía que, en este contexto, la pretensión de este hombre de ser Dios "era lo más impresionante que jamás haya sido pronunciado por ningún ser humano".

Chesterton escribe que la historia del Nuevo Testamento "es nada menos que la afirmación categórica de que ese misterioso hacedor del mundo ha visitado su mundo en persona". "Lo más que se ha atrevido a sugerir cualquier mito -sigue Chesterton en El hombre eterno - es que el Creador estuvo presente en la Creación. Pero que el Creador estuvo presente... en la vida común y diaria del Imperio romano... esto es algo sin semejanza posible con nada de este mundo.''

"El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia.'' Son las palabras iniciales de la primera encíclica de Juan Pablo II. Con ellas podemos volver al misterio del dolor, a través de aquella conversación nocturna de Cristo con Nicodemo. Tratando de explicarle la nueva vida que venía a traer -aquel imperativo de nacer de nuevo, que tantos necesitamos-, Jesús afirma: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino para que tenga la vida eterna". Era tal la claridad que Jesucristo tenía de su misión redentora que, cuando Pedro intenta disuadirle de la pasión anunciada -"¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso"-, aunque Jesús comprende aquel cariño del Apóstol que todavía era de tejas abajo, ha de escuchar estas duras palabras: "¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres".

Messori descubrirá que el sufrimiento, vinculado misteriosamente al pecado original y a los restantes pecados de los hombres, es padecido por el mismo Dios. Así, si la pasión y muerte de Cristo es el precio de nuestro rescate, el sufrimiento humano es la colaboración del hombre en su misma redención. "No hay otra respuesta -decía- al problema del mal que la cruz de Jesús, en la que el mismo Dios sufrió el último suplicio. Sólo esta respuesta elimina el escándalo de un Dios tirano que se divierte con los sufrimientos de sus criaturas, porque propone a la vista de todos un escándalo mayor aún" (citado por Ayllón en Dios y los náufragos ).

Del escándalo mayor se hace eco san Pablo cuando, en la primera epístola a los Corintios, escribe con la audacia de la fe: "Los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles, pero para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres".

Así Jesucristo sale al encuentro del hombre en toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras: ''Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres'' (Juan Pablo II). Es necesario buscar esa verdad con honradez porque no hay otra felicidad verdadera ni definitiva pero, sobre todo, para amar a ese Dios que nos dio a su Unigénito para hacerse Camino: "Jesús es el camino -repite San Josemaría-. Él ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos, señales indelebles que ni el desgaste de los años ni la perfidia del enemigo han logrado borrar: ' Iesus Christus heri, et hodie; ipse et in saecula' (Heb. 13,8). ¡Cuánto me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros y vivirá por los siglos". Todo un reto para sacarnos del puro bienestar, del paso de los días sin sentido.

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