conoZe.com » bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » I.- Un secreto de la lengua española

La realidad y la palabra

La realidad es siempre interpretada. Y la primera interpretación consiste en nombrarla. A veces, una lengua confunde cosas distintas (por ejemplo, colores) o distingue verbalmente lo que es lo mismo (leopardo y pantera). La misma realidad es designada con expresiones diferentes según los diversos registros del lenguaje (morir, fallecer, espichar, diñarla, estirar la pata; pero ¿es de verdad la misma realidad?). Cuando se traduce un diálogo del inglés al español, hay que decidir, con mayor o menor fundamento, si los interlocutores se hablan de tú o de usted, ya que esa distinción no existe en el original, y puede falsearse el sentido. ¿Es estrictamente equivalente I like you y me gustas? Aparte de la significación del verbo, tal vez no idéntica, en inglés el sujeto es «yo», en español, «tú». Siempre me ha inquietado vivamente el hecho de que, mientras el léxico de los oficios es riquísimo, el que nombra las relaciones afectivas entre personas, en español y análogamente en las demás lenguas, es angustiosamente reducido: amor, cariño, afecto, ternura, amistad, simpatía, y muy poco más (y otras tantas voces negativas). No distingue la lengua entre varones y mujeres o entre niños y adultos. Tiene que ser el contexto o el estilo lo que dé un poco de precisión a esa pobreza increíble. Pero ¿no es evidente que esa pobreza lingüística empobrece la realidad? Los sentimientos reales, encorsetados por las palabras, se reducen, se limitan, se entienden a sí mismos de manera vaga, confusa, tosca; no llegan a ser lo que podrían ser si hubiese palabras que los nombrasen fiel y adecuadamente.

Cuando la palabra 'ilusión' adquiere en español el sentido que estoy investigando, ello significa un repentino enriquecimiento de la lengua, el descubrimiento de una nueva realidad. Me pregunto si los pueblos que no poseen la palabra 'ilusión' más que en acepción negativa son capaces de ilusión en la misma medida que los que hablan español, desde hace siglo y medio.

Cuando se intenta traducir a otras lenguas el nuevo sentido de la voz española, se emplean otras cuya significación es bien distinta: alegría, entusiasmo, esperanza. Tal vez hay algo de todo eso en la ilusión, pero ningún español la confundiría con lo que denominan esas palabras: se puede tener alegría, entusiasmo o esperanza sin tener ilusión; y acaso se puede tener ilusión aunque falten algunas de esas realidades.

Sospecho que esa transformación semántica, cuyo origen he buscado, ha abierto algo nuevo para la vida española, de que carecen otros pueblos, de que probablemente carecían los españoles hasta que en nuestra lengua germinó la nueva significación. Es posible que en el uso lingüístico, coloquial, existiera desde antes, y no hubiera sido registrado literariamente porque parecería un abuso, una corrupción del uso negativo, sancionado por la etimología y por una larguísima tradición literaria, ascética, lexicográfica. Utilizando el admirable concepto de «estado latente», introducido por Menéndez Pidal, se podría pensar en un uso positivo anterior de 'ilusión', que durante cierto tiempo fuese considerado «indigno» de hacerse constar, de quedar fijado por escrito. Lo que ha ocurrido siempre con las «malas palabras» podría haber ocurrido con esta espléndida.

Haría pensar esto la parquedad de testimonios literarios de la 'ilusión' positiva hasta mediados del siglo XIX, y la normalidad de su uso después. Nadie parece tener conciencia de que se trate de una innovación; por supuesto, nadie cita a ningún autor como inventor o introductor o transformador de la palabra. Hartzenbusch, en El Bachiller Mendarias, dice:

mi corazón
es de madre; así me nombra
Elvira por gratitud:
me consuela, me ilusiona
ese título.

Alberto Lista, el maestro de Espronceda en el colegio de la calle de Valverde, habla de La ilusión dulce de mi edad primera.

Ventura de la Vega, en El hombre de mundo, dice:

No me queda
más ilusión en la vida
que tu cariño.

En Tamayo y Baus:

Eres mi sola ilusión.

Gertrudis Gómez de Avellaneda usa la palabra en varias ocasiones: «Ninguna ilusión de amor tuve en Cuba. » «Disgustada de un mundo que no realizaba mis ilusiones... » «Yo perderé una ilusión, una última ilusión. »

En Los españoles pintados por sí mismos (1851), Antonio Ferrer del Río hace la semblanza del Indiano; describe la actitud del muchacho montañés que se embarca para América; su tristeza y decaimiento desaparecen pronto: «Al doblar el cabo de Finisterre hace crisis la existencia del adalid cántabro: bullen en su mente asombrosas ideas: se ofrecen a sus ojos magníficas ilusiones: pueblan sus sueños nunca vistas imágenes: en perpetuo éxtasis con su porvenir sepulta su pasado en el Leteo: todo lo tiene delante, detrás nada. » Y en el mismo libro, al trazar el retrato del Escribiente Memoralista, Antonio García Gutiérrez escribe: «Si en su cabeza cupiese una idea de lo bello, si un solo rayo de ilusión cupiese en aquel cerebro macizo y apelmazado, ¿qué felicidad envidiaría?»

La lengua española ha tomado posesión, con espontaneidad, con naturalidad, del nuevo uso lingüístico. Con ello, sin apenas darse cuenta, ha iniciado una actitud vital que me parece de extraordinario interés. Y falta, lo que es curioso y revelador, toda reflexión sobre ello. Es significativo que en la novela de Juan Valera, tan interesante, Las ilusiones del doctor Faustino (1882), haya una introducción «Donde se trata de Villabermeja, de D. Juan Fresco y de las ilusiones en general», que pone en boca de este personaje una invectiva contra las ilusiones, entendidas, por supuesto, como falsas, engañosas y contrapuestas a la realidad. «En mi vida tuve ilusiones -dice D. Juan Fresco-, ni quise tenerlas, ni me lamento de esta falta, ni he llorado el haberlas perdido. Nada me repugna tanto como las ilusiones. » Y, apretado por el autor, que le pregunta qué entiende por ilusiones, contesta: «Un concepto sugerido por la imaginación, sin realidad alguna. Ilusión equivale a error o mentira. » Perderlas es salir del error y alcanzar la verdad; y la verdad, lo que descubre la ciencia, es más valioso y más bello y poético que todas las «ilusiones» previas. En definitiva, D. Juan Fresco entiende por ilusiones el desvío de la realidad, su no aceptación, su suplantación. «Los que así discurren -concluye- están de continuo pleiteando con Dios y pidiéndole cuentas de todo. ¿Para qué me criaste? ¿Por qué he de morirme? ¿Por qué he de ponerme viejo? Esta muela, ¿por qué me duele? Este mosquito, ¿por qué pica y arma una música tan molesta? ¿Por qué las perdices no se vuelven todo pechuga? ¿Por qué ha de tener el jamón menos magras que tocino y hueso?»

Este es el punto de arranque para contar la triste historia del doctor Faustino y sus ilusiones. Y Valera añade: «Pero entiéndase que no pretendo probar, al referirla, ninguna tesis contraria a las ilusiones. Don Juan Fresco sigue su opinión y yo la mía, que aquí no es del caso. » Es decir, que en este ejemplo casi único en que un autor se hace cuestión de lo que significan las ilusiones, se toma la concepción tradicional, negativa, y sólo de pasada se apunta que puede haber otra, en la que no se entra, sobre la cual no se dice ni una palabra.

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