» bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » III.- El tiempo de la ilusión
La ilusión en el horizonte de la mortalidad
Toda la vida humana transcurre con el telón de fondo de la mortalidad en el sentido fuerte de la palabra: no ya que el hombre es «mortal» en el sentido de que puede morir, sino que es moriturus, esto es, tiene que morir. Uno de los hechos más graves de la historia es la tendencia actual -en gran medida realizada- de eliminar esta radical dimensión de la vida humana. No es que los hombres de nuestro tiempo no «sepan» que tienen que morir, sino que esa certidumbre se «desconecta» de sus vidas, y estas se deslizan sin contar con ello, sin que la mortalidad intervenga en su detalle, modificándolo, dándole un sentido que es, casualmente, el que le pertenece. La intrínseca mortalidad de la vida exige que esté operando dentro de ella, so pena de falseamiento: la efectiva ilusión en el sentido negativo de la palabra, el supremo engaño, es el de una vida que intenta ignorar la muerte y no contar con ella más que negativamente, como un mero «término» o acabamiento.
La vida humana se nutre de ilusiones, por lo general pequeñas, menudas, a las cuales se suele dar poca importancia. Creo que sin ellas la vida decae, se convierte en un tedioso proceso rutinario amenazado por el aburrimiento -el riesgo más grave de nuestro tiempo-. Esas menudas ilusiones con las que contamos, que nos mantienen tensos y en expectativa, que nos ayudan a seguir viviendo, introducen una especie de campo magnético en nuestra temporalidad. Van jalonando nuestras jornadas: tenemos ilusión por ver un trozo de nuestra ciudad, por mirar unos árboles, por pasear por el campo, por la hora de la comida, por tomar una taza de café, por ver a una persona, estar con ella, hablarle y que nos hable. Anticipamos todo eso, contando con ello con desigual seguridad, dando por supuesto que algunas de esas ilusiones se cumplirán, con alguna zozobra respecto a otras.
Algunas tienen un carácter sobremanera interesante: son cotidianas. No se tome esta expresión en sentido literal: no es forzoso que aparezcan todos los días; puede ser que se repitan varias veces al día, como las comidas, la lectura, los cigarrillos del fumador, la conversación con las personas que conviven en la casa -si las hay-; tal vez son estrictamente cotidianas, como la llegada del nuevo día, el trabajo, la cama que espera para el descanso; en otras ocasiones, hay que esperar varios días a que la ilusión se cumpla: el espectáculo al que se desea asistir, el programa del domingo, el encuentro con alguien que nos ilusiona.
Lo decisivo es que estas ilusiones son reiterativas, con periodicidad más o menos rigurosa o frecuente. Se cuenta con que van a volver. Y ello mitiga la amenaza de la mortalidad. Hace muchos años mostré cómo lo cotidiano finge una ilusión de eternidad: lo que hacemos todos los días, parece que lo vamos a poder seguir haciendo todos los días (toujours), es decir, siempre.
¿Un engaño? ¿Una ilusión en el viejo sentido, en el que en este libro no nos interesa? No, porque sabemos que no será «siempre»; pero contar con que será mañana nos calma la angustia y nos permite gozar de cada día, vivir con cierta apacibilidad.
Y no solo esto. Esa conciencia de la mortalidad, mitigada por lo cotidiano, da mayor valor a cada día. Especialmente en el caso de la ilusión, ese horizonte de la mortalidad, sobre el cual nace, se hace tensa, llega a cumplimiento, la realza, evita la rutina que la embotaría, que le arrebataría su carácter rigurosamente ilusionante. Si el hombre es mortal, cada día es único, y las ilusiones que en él brotan alcanzan su tensión y su valor, su fuerza y su atractivo. Ejercen sobre nosotros una tracción que nos lleva hasta el día de mañana -expresión muy sabrosa que no equivale al simple «mañana»-, y así, por sus pasos contados, hasta la total configuración de una vida finita, temporal.
Hasta aquí he hablado de las pequeñas ilusiones cotidianas que sostienen al hombre y le permiten sentirse provisionalmente instalado y seguir proyectándose. Pero hay otras. Hay ilusiones que aparecen como inseparables del proyecto que nos constituye, que nos acompañan de manera permanente, en las cuales encontramos alguna justificación -acaso suficiente, tal vez no- para vivir. Son las que los latinos llamaban las «causas de vivir», como en la famosa expresión propter vitam, vivendi perdere causas, por la vida, estropear o echar a perder las causas o motivos de vivir. Aunque parezca increíble, casi nadie -sobre todo por razones lingüísticas- identifica eso con la ilusión.
Pues bien, estas ilusiones operan, más aún que las otras, en el horizonte de la mortalidad. Tienen que ser para siempre, no en una fingida instantaneidad, como el placer intenso, sino en una continuidad que no termine. Se habla de desilusión, entendida por lo general como el fracaso o fallo de las ilusiones, como la decepción que las acecha. La suprema desilusión sería el cese, la anulación por la muerte de la ilusión vivaz. Con esto tiene que contar, de una forma o de otra, con unos u otros supuestos, en diversas actitudes, la persona ilusionada. Y esto remite inexorablemente al horizonte último de la vida, a la expectativa de su perduración, cualquiera que sea la tonalidad de esta.
Lo que me parece evidente es que la ilusión, si no es sofocada por el sujeto de ella, remite a ese horizonte. Si el hombre se vuelve de espaldas a él, indefectiblemente hace una trampa, que la ilusión, ella, no perdona, porque se la priva de su condición. Me pregunto si es posible, salvo excepciones, la vida ilusionada en una época que intenta escamotear el horizonte de la mortalidad o reducirla al lado de acá de la frontera, sin dejar siquiera al otro lado un signo de interrogación.
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