» bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » VI.- La condición amorosa como raíz de la ilusión
Las dilataciones de la ilusión
Hemos visto que para que se dé la ilusión en las relaciones nacidas de la generación, es menester que tengan carácter estrictamente personal, y que en la medida en que carecen de él o, por lo menos, es inercial y no expreso y vivido, la ilusión es improbable o languidece en formas rutinarias de convivencia. Pero, más allá de la relación inmediata entre padres e hijos, hay «dilataciones» de ella, en un sentido familiar o, más allá, social, que modifican el elemento de ilusión que pueda darse.
Ante todo, la continuidad de las generaciones en sentido genealógico. La actitud de los abuelos respecto de los nietos suele estar fuertemente matizada de ilusión; es probable que el cariño sea menor que el que se tiene a los hijos, pero el elemento de ilusión sea más vivo. El factor biológico está atenuado; la asistencia a sus vidas personales, a mayor distancia, menos mezclada con el detalle cotidiano, con las molestias del cuidado, es, diríamos, más «contemplativa»; se anticipa desde luego el «argumento» de esas vidas que vienen a insertarse en la del abuelo, a una altura mayor, tras la experiencia de las de los hijos y como procedentes de estas en la medida en que se tenga ilusión por los hijos, la aparición de los nietos viene a reforzarla. Hay además el factor «reiteración», que es particularmente enérgico cuando se trata -lo que no es frecuente- de biznietos; he conocido un caso de un hombre, sumamente deprimido por pérdidas muy sensibles, que «revivió» cuando le nació una biznieta.
A la inversa, la ilusión de los nietos por los abuelos es también más frecuente que la de los hijos por los padres. No los encuentran en ese «ya» de la familia en sentido riguroso; representan una instancia en algún sentido superior a los padres, cuando éstos muestran estimación por los suyos; lo normal es que los abuelos muestren benevolencia por los nietos, lo cual los hace más atractivos; no tienen la responsabilidad directa de la educación, y por tanto hay pocas fricciones; finalmente, su distancia cronológica y su experiencia hacen de ellos personas «de otro tiempo», que muestran a los nietos formas de vida próximas pero ajenas, que vienen del fondo de la historia, expresado en «historias» o narraciones del pasado familiar o del país, tal vez del mundo.
Creo que de ahí viene el ingrediente de ilusión del patriotismo -sea de la ciudad, de la región, de la nación o tal vez todavía más amplio-. Ese ingrediente puede ser mínimo, o acaso inexistente, y temo que en muchos países ocurre así en nuestra época; pero es un estado de carencia, a última hora anormal. El patriotismo sin ilusión se debilita o, en otro caso, se hace agresivo, negativo, excluyente, nacionalista. El que está encantado con su condición -independientemente de su situación, que puede ser incómoda o penosa-, siente ilusión por su país. Cuando esto falta, se suple con una afirmación beligerante, nutrida de desdén u hostilidad a los demás, que revela una dosis de íntimo descontento. Creo que la historia se iluminaría de manera inesperada si se la mirase usando como instrumento óptico las varias formas y grados de ilusión.
Ni que decir tiene que no se trata de situaciones fijas y permanentes; quiero decir que el patriotismo puede cambiar a lo largo de la historia: cada pueblo se siente de una manera en un momento de ella, pero la continuidad puede alterarse o incluso romperse, y se pasa entonces a una manera de instalación enteramente distinta. Piénsese en las formas de sentirse los habitantes de cada una de las regiones españolas, o de las naciones de Europa, en unos cuantos siglos, y se verá hasta qué punto la ilusión o su falta son decisivos, y explican tantas cosas que parecen inexplicables; que lo son, si se omite el factor que está realmente actuando y que se pasa por alto.
Hay un caso particular que me parece revelador. Hay una forma de ilusión que es la que se siente por alguna gran figura pública, que puede ser política o bien relacionada con el espectáculo en sentido lato (actor, cantante, deportista, algunas veces artista o escritor de gran popularidad). Son aquellas figuras de las cuales se dice que tienen «carisma» o que son «carismáticas». Esta cualidad sería el reverso de la ilusión, aquella que suscita ilusión pública y no rigurosamente personal.
Pues bien, en estos casos se mezclan, hasta el punto de que no siempre es fácil discernirlos, los dos sentidos de «ilusión»: el tradicional de engaño y el nuevo, positivo, que estamos estudiando. El demagogo o el «seductor» o el que es admirado, quizá hasta la histeria, por los mecanismos de la propaganda, ejerce sobre su público sugestión en el sentido de un ilusionista, un engaño basado en algo ficticio, que desemboca en desilusión. Por el contrario, la esperanza personalizada del que es auténticamente admirado tiene el carácter de la ilusión con todos los rasgos que hemos hallado. El político en quien su pueblo encuentra la expresión de sus deseos más profundos, que verdaderamente lo representa; el actor o la actriz que provoca a distancia -tal vez sólo con su imagen- la movilización de lo estimado, admirado, deseado; el escritor que parece haber encontrado las palabras para decir lo que oscuramente sentimos, que alumbra nuestra propia realidad; cuya obra anticipamos, cuyos libros o artículos esperamos con impaciencia y leemos con ilusión, todos estos son ejemplos de ese sentido positivo, opuesto al etimológico y originario, a pesar de que, incluso en español, convivan albergados por la misma palabra.
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