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Gobierno hasta el final

Algunos dicen que el Papa ya no gobernaba en los últimos años. Yo discrepo.

El Papa ha muerto en su puesto y en los momentos de su agonía se plantearon los mismos argumentos que se habían repetido hasta la saciedad durante los últimos años acerca de su capacidad para gobernar la Iglesia, disfrazados de una caridad mal entendida y marcados por un absoluto desconocimiento de la naturaleza de su misión.

Según parece, algunos de quienes se dedican al comentario remunerado en los medios de confusión social, señalaban la enfermedad de Juan Pablo II como un obstáculo evidente para su tarea de vicario de Cristo. Si tan sólo se hubiesen dedicado un momento a reflexionar quién es Cristo, lo que vino a hacer a este mundo, y la forma en que lo llevó a cabo, se habrían guardado mucho de enarbolar tales opiniones. Porque si el Papa es el vicario de Cristo y está encargado, en cuanto tal, de conducir a la Iglesia, que es el instrumento creado por el Hijo de Dios para facilitar la salvación de los hombres, por ello mismo resulta claro que las competencias, deberes y características de su gobierno no se parecen a los de ninguna otra institución humana.

A quienes desacreditaban al Papa por el estado de enfermedad que le mantenía postrado, y también a quienes protestaban porque él mismo se empeñase en continuar con sus apariciones públicas, aun cuando su imagen ya sólo era una estampa dolorosa, habría que recordarles la culminación del paso de Cristo por la tierra, los momentos de su Pasión y su muerte, entrega sacrificada y cruenta, por amor, elevada a un mástil para ejemplo de todos los hombres.

Discrepo totalmente de quienes consideraron que la Iglesia estuvo sin gobierno en esos momentos, o de quienes, más malvados, señalaban unos hilos invisibles que manejarían los resortes de su «poder» tras el cuerpo agonizante de Juan Pablo II. Bien al contrario, estoy convencido de que pocas veces en la historia reciente la Iglesia ha tenido un gobierno más firme y reconocido por los creyentes que con el Papa enfermo, porque guiar al Pueblo cristiano hacia la salvación no se reduce a escribir encíclicas o hilvanar discursos, sino que es una misión que se nutre sobre todo del testimonio de quienes siguen a Jesús hasta su último aliento.

Si el momento cumbre de la vida de Cristo se plasmó en su vía dolorosa, muerte y posterior resurrección, el Papa que nos ha dejado recorrió con fidelidad dicho camino, llevando tras de él al rebaño que le había sido confiado, por la senda de entrega que el Salvador marcó a sus discípulos. Los que gozamos del privilegio de la fe nunca nos habíamos sentido tan seguros de la mano de aquél puesto por el Espíritu para acercarnos al Padre, porque hasta el mismo momento de su muerte, dolorosa para quienes le perdemos aquí, aunque le ganamos en el Cielo, ha hecho lo que debía: fijar el rumbo de la Iglesia a través del sacrificio vivo del Hijo.

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