conoZe.com » bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » VI.- La condición amorosa como raíz de la ilusión

Ilusión y amor

Vimos cómo el nacimiento en la época romántica, sobre todo en la poesía, del sentido innovador y positivo de la palabra «ilusión» tiene casi siempre un supuesto amoroso. La ilusión, en boca de los poetas, es primariamente ilusión por la mujer amada (hay algún caso inverso, por ejemplo en Gertrudis Gómez de Avellaneda, que entiende por «ilusión de amor» la referida al hombre). Lo más interesante es que durante mucho tiempo el uso de la palabra es limitado, incluso cuando se presenta y expone su contenido más propio. El ejemplo más claro es la famosa novela de Juan Valera, Pepita Jiménez (1874). Si no recuerdo mal, no aparece en ella ni una sola vez la palabra «ilusión»; y sin embargo no conozco otra obra literaria en que la ilusión desempeñe un papel más importante. El enamoramiento de Don Luis de Vargas, el seminarista de veintidós años, por Pepita Jiménez, la jovencísima viuda de veinte, hasta el momento de su desenlace es mínimamente sexual. Por su vocación sacerdotal, que cree sincera, y que lo es hasta que se enfrenta con otra más fuerte que lo asalta inesperadamente, por el supuesto de castidad en que se mueve, por el repertorio de lecturas religiosas que le sirve para interpretar sus estados de ánimo, el joven descarta todo elemento explícita y directamente sexual en su visión de Pepita y en su relación con ella. ¿Es esto anormal, por lo menos un caso límite? Creo que no. Es posible que la condición «eclesiástica» de Don Luis, su educación, su profunda vinculación a su tío el Deán, haga llegar hasta una edad juvenil pero que ha rebasado la adolescencia un actitud que en esta es normal y frecuentísima, y todavía más en la mujer, a menos que sea perturbada desde fuera, por la presión de interpretaciones que ejercen por lo menos tanta violencia sobre lo «espontáneo» como la formación del Seminario en el personaje de Valera.

La actitud del joven seminarista frente a Pepita es absolutamente sexuada desde el primer momento. La ve como una mujer, y como una mujer preciosa, encantadora, admirable. La contempla con delicia, la observa con minuciosa atención, pormenorizada y gozosa, entra en el círculo personal de la muchacha, inicia con ella formas de convivencia que se van haciendo más cercanas, ricas, matizadas, tupidas. Su condición hace que todo eso le parezca ajeno al amor. Pone entre paréntesis todo lo que pudiera ser amoroso o sexual en esa relación que va absorbiendo su atención progresivamente. Eso lo tranquiliza, hasta el momento en que la viveza de sus sentimientos, la intensidad de su proyección hacia Pepita, lo hacen sobresaltarse y sospechar; en ese momento tiene que empezar a interrogarse sobre su propia realidad (siempre arcana en una medida mayor o menor).

Aunque el narrador nos informa mucho menos sobre Pepita, es evidente que inicialmente le ocurre algo muy parecido, si bien, con menos teorías en la cabeza y una inteligencia espontánea muy despejada, pronto empieza a ver más claro el significado de esta situación. Prolonga los vectores presentes, y descubre antes que el hombre su destino estrictamente amoroso, que en cierto momento se manifestará con apasionada violencia en él.

Pepita Jiménez es la historia de una ilusión, y por eso es una espléndida historia amorosa. La larga demora en el ilusionado descubrimiento de la mujer, en la polarización del varón hacia la persona femenina -y no la «hembra»-, hace que ésta se vaya manifestando, presentando en la riqueza de su realidad, en varias dimensiones, sin simplificaciones abruptas. Y cuando surge el amor y es reconocido y aceptado, incluso en forma apasionada, lleva dentro toda esa acumulación de contemplación y convivencia que le da la ilusión de que se ha nutrido.

Cuando Don Luis, ante la evidencia de su amor, le propone a Pepita una idealización espiritual de él, la mujer, en un espléndido arranque, se rebela contra esa interpretación espiritada y que intenta eliminar la corporeidad y todas las determinaciones reales de la persona amada: «Yo ni siquiera concibo a V. sin usted. Para mí es V. su boca, sus ojos, sus negros cabellos, que deseo acariciar con mis manos; su dulce voz y el regalado acento de sus palabras, que hieren y encantan materialmente mis oídos; toda su forma corporal, en suma, que me enamora y seduce, y al través de la cual, y sólo al través de la cual se me muestra el espíritu invisible, vago y lleno de misterios... Yo amo en usted, no ya sólo el alma, sino el cuerpo, y la sombra del cuerpo, y el reflejo del cuerpo en los espejos y en el agua, y el nombre y el apellido, y la sangre, y todo aquello que le determina como tal Don Luis de Vargas; el metal de la voz, el gesto, el modo de andar y no sé qué más diga. »

No puede decirse mejor, ni en menos palabras, como una réplica que condensa enérgicamente todo lo que Don Luis ha ido explicando al Deán, sin querer verlo, sin acabar de verlo, pero tan claramente, en una larga serie de interminables cartas. No es que a Pepita «le guste» Don Luis; no es que se sienta atraída por su corporeidad; es que en ella se realiza, determina y hace visible quién es Don Luis, de quien Pepita se ha enamorado, de ese único alguien corporal que es cada hombre o cada mujer cuando no se los sustituye por teorías.

Ortega definía el amor en sentido estricto -que no se confunde con la atracción sexual, la vanidad, la pasión o el afecto- como «la entrega por encantamiento». Creo que sería más riguroso hablar de ilusión, en la medida en que esta es anticipadora, expectativa, argumental, futuriza. Me parece improbable que se dé verdadero amor sin incluir como ingrediente esencial suyo la ilusión -y, una vez más, la ausencia de la palabra dificulta por lo menos la plenitud de la vivencia; la falta de expresión compromete la significación-.

¿Y la inversa? La ilusión por la mujer (o la situación recíproca) ¿es forzosamente amorosa? Hay que distinguir. Creo que toda relación entre varón y mujer, si la cualidad de ambos términos está viva, si no se ha desvanecido por habitualidad, decadencia o ausencia de las cualidades que la hacen viva y actual, se mueve en el «elemento» del amor, es decir, incluye su posibilidad, y en ese sentido es al menos incoativamente amorosa. Con mayor razón la ilusión, en la que entra con el relieve que hemos visto la percepción y goce de la belleza, y que enlaza la biografía de la persona que suscita la ilusión con la de la persona ilusionada. Pero la ilusión no es amor, no es todavía amor, aunque sí condición de su posibilidad auténtica, hasta el punto de que si la ilusión no llega a florecer, o se extingue, o es muy débil, o se la pasa por alto, las probabilidades del amor son mínimas (y esto explica que pueda haber una historia del amor, con inmensas diferencias entre los diferentes pueblos y entre las diversas épocas de cada uno).

Siempre me ha interesado, y he escrito varias veces sobre ella, esa relación entre varón y mujer que es la amistad -a diferencia del amor sensu stricto y de todas las relaciones impersonales o meramente tangenciales, carentes de intimidad personal-. La pobreza del lenguaje en este capítulo obliga a llamar «amistad» a una relación radicalmente distinta de la amistad entre hombres o entre mujeres (que a su vez son muy diferentes). Es conocida mi alta estimación, incluso mi entusiasmo por ese tipo de amistad (véase, sobre todo, La mujer en el siglo XX), cuyas consecuencias personales y sociales son de excepcional valor e influjo.

Pues bien, esa amistad está hecha principalmente de ilusión, y de ésta depende su intensidad, perfección y viveza. Los grados de la amistad intersexual se pueden medir por los de la ilusión de la cual se nutre. Y, como la amistad en todas sus formas -a diferencia del amor- exige reciprocidad, también tiene que ser mutua la ilusión que la acompaña y vivifica. Por supuesto, y este es uno de sus caracteres decisivos, esa reciprocidad no significa igualdad: puede ser más enérgica y viva la ilusión de uno de los dos amigos; pero si no existe en ambos, la amistad no pasará de un modo deficiente.

Todavía diría más: a la ilusión de cada uno por el otro tiene que agregarse una ilusión compartida: la de ambos por su amistad. Solamente esto le confiere ese carácter argumental que ha surgido una vez y otra en estos análisis, y que es el nervio de todas aquellas posibilidades humanas en las cuales queda envuelta la mismidad de la persona.

Pero todavía hay que preguntarse por la función de la ilusión en la forma radical del amor entre varón y mujer: esa que se llama en español (y en alguna otra lengua) enamoramiento.

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