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Los monos de René Descartes

Hace más de medio siglo que sir Bertrand Russell, sin duda consciente de las inmensas proporciones que tomaría la gran manipulación de las inteligencias y las conciencias, o ingeniería del alma, que ya por entonces era soberana, dijo aquello de que, si le daban una sociedad con bienestar económico, en muy poco tiempo lograría hacerle creer que los pollos se asan en la nevera, y se congelan en el horno. Y bien pudo chocar entonces tal afirmación incluso como figura retórica; pero si veintisiete pueden ser más que veintiocho y cuatro patas no necesariamente más que dos según la lógica leninista, el Holocausto de millones de seres humanos viene exigido por la sangre y la tierra, y la muerte puede ser la vida porque conviene a la especie, un mono bien puede ser denominado persona. Puestos en el camino de la humillación de la razón por razones prácticas, se puede llegar adonde plazca, y las mentes pueden ser igualmente lavadas para admitir todo eso no solamente en situaciones de bienestar, sino en exactamente las contrarias. Los israelitas añoraban las ollas del tiempo de su esclavitud en Egipto, porque la esclavitud tiene también sus encantos, aunque, sin duda, se es esclavo con más seguridad en la miseria.

Y esto lo sabía muy bien el señor Lenin, y que, por lo tanto, para lograr lo que decía lord Russell, no había que esperar a que se diesen las condiciones objetivas que decía la doxa marxista. Y ni siquiera andar cambiando la historia, era más que suficiente con cambiar las mentes. Es decir, imponer el sistema educativo de Chigaliov en Demonios de Dostoievski, cuya primera etapa sería liquidar la cultura llamada antigua, y la oportuna siembra, luego, sobre esa tabla rasa. Más un plus: la presencia de un chivo expiatorio o Satán sobre el que echar la culpa de que los pollos no se congelen en el horno ni se asen en la nevera, y un ámbito de idilismo de la naturaleza, con sus misterios sagrados de la Selva o de la Tierra, y de los inocentes animales como sabios maestros para la humanidad. Algo que, por cierto, reverdecerá ahora en el cientismo de nuestro tiempo, como nos recuerda Stephen Wizinczey a propósito de nuestras posibilidades reales de pervivir como seres humanos y no como animales de granja, a tenor de ese cientismo convertido en visión absoluta y excluyente del mundo, cuando dice que ya hay demasiadas personas agradecidas, a cualquier simplificador que les diga que se aprenden más cosas sobre la difícil situación humana observando una tribu de babuinos o bandada de ánsares que de la Biblia o de Shakespeare, o que la confusa historia del hombre puede tornarse clara y sencilla con la aplicación de unas cuantas teorías económicas o el estudio de insectos que llevan sobre sus diminutas alas todo el edificio de la Sociobiología. ¿Qué simplificador será más popular entre las hordas universitarias que sólo requieren una simple ideología para sentir que han ampliado sus mentes? La respuesta a esta pregunta puede decidir qué clase de sociedad totalitaria va a desarrollarse.

Y no cabe otra, efectivamente, si el único parámetro diferencial entre los animales y los hombres fuera una mera complejidad neuronal o genética, o cuestión de desarrollo de éstas. La reintroducción del hombre en la naturaleza, que es lo que hace el darwinismo filosófico y social, liquida toda la fábula antropológica, como llama a todo lo que en el hombre no es biología, disuelve su yo y le pone a merced del dueño de la Granja, para la vida y la muerte; y, desde luego, en el amaestramiento para su felicidad. Si un babuino es reconocido como persona, el hombre es reconocido como babuino, y tal ideología puede que sea sentida como amplificación del conocimiento y hasta de lo que el Gran Hermano o Granjero, o Leviathan de un Estado totalitario, define como libertad, que esto va de suyo; pero lo que es seguro es que ya está entregado por tal filosofía, y la práctica social consiguiente, al imperio de la Muerte que ese Estado administra, desde el despeñamiento del excedente femenino en Esparta, o la producción de mujeres con los pies pequeños en el Celeste Imperio, hasta los horrores de los dos grandes totalitarismos modernos, y los producidos en nombre de la calidad de vida por mor del cientismo y del humanitarismo, en adelante humanitarismo simiesco, tal y como se han ampliado nuestras mentes, por lo visto. E incluso, el adjetivo se come ya al sustantivo; y ahora mismo hay ya más protección legal para un nido de ave o reptil que para un embrión humano, y no seré del número de quienes traten de minimizar el autodivinizado antropocentismo del hombre que ha convertido en placer la tortura y la matanza animal. Aunque es indudable que rara vez se ha dado sin ir seguida o acompañada del placer de la tortura y de la matanza humanas.

Porque, si Francisco de Asís habló con el lobo, fue porque era el Poverello y amaba la creación entera, y no por ninguna razón sentimental o estética; y, en Los hermanos Karamazov, dice el starets Zósima a sus discípulos, refiriéndose a los animales, estas palabras fundantes: No les quitéis la alegría de vivir. Y ellas suponen el respeto que negamos a los seres humanos que son víctimas de la desgracia, y no saben ni pueden defenderse, y están llenos de una tristeza que corta la voz, como explica Tomás de Aquino. Su máscara de sufrimiento está sobre el rostro de la naturaleza, y sobre el rostro de los animales, añadirá Schelling.

Este profundo respeto es el que administra el hombre. Si se lo tiene a otro hombre, se lo tendrá a los animales, aunque sólo fuera porque éstos son una manifestación de vida sin palabra, y su silencio nos recuerda a los hombres la parte mejor de la propia especie, los seres de desgracia que maltratamos o desamamos en su humanidad, y que siempre están más cerca de Aristóteles que jamás Platón lo estuvo, decía Simone Weil. Y entonces ofrece a esos animales un respeto desde lo que es la especificidad misma del ser humano, la persona. Nunca podrán fabricar tal realidad el cientismo ni todos los ecologismos juntos, ni tampoco las leyes.

Una vez, René Descartes, que pensaba que los animales eran como máquinas, tuvo envidia de los monos, porque supo que a unos misioneros les habían contado unos indios que los monos hablaban, pero que no se dejaban sorprender hablando por los hombres, porque estaban seguros de que entonces les harían trabajar; y él Descartes, se decía que, si hubiera sido prudente como los monos y no hubiera escrito, no tendría que enfrentarse con los inconvenientes de la fama.

Pero quizás ahora los monos estén comentando, temblorosos, ante el porvenir que les espera con ese asunto de la asimilación a los humanos, y el proyecto de santuarios tecnológicos. Porque ésta sólo podría ser idea de Leviathan o Gran Hermano, para que monos y hombres fueran amaestrados para el Gran Circo de la Historia. Y para sus científicas matanzas.

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