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¿Ecologismo o solidaridad?

En lugar de situarnos como una especie molesta para el dios Tierra, deberíamos pensar en términos de solidaridad intergeneracional.

A pesar de las décadas que llevan en funcionamiento y de los buenos resultados electorales en algunos países, los partidos verdes han demostrado una escasa capacidad transformadora.

Ninguno de los grandes parámetros de consumo de recursos naturales e impacto sobre el medio ha sido substancialmente alterado a pesar de la ingente cantidad de literatura que ha provocado y de la -en general- favorable actitud del cuarto poder, de la cultura mediática, siempre en primera línea de lo políticamente correcto (y la ecología qué duda cabe que es el súmum de la corrección). Debería abrirse una reflexión sobre la evidencia de este, al menos hasta ahora, fracaso.

Fracaso y también desorientación. En Alemania, donde gobiernan en coalición, se dio un interesante debate entre el partido de Fisher y la democracia cristiana. El primero propugnaba la instalación masiva de centrales eólicas, molinos de viento a gran escala para producir energía eléctrica, a lo que la CDU se oponía en nombre de la preservación del paisaje. En Cataluña se dio la misma polémica, pero en términos invertidos: el anterior gobierno de la Generalitat promovía los molinos y los verdes, entre otros, se oponían a ellos.

En cualquier caso, existe una gran descompensación entre lo que sería necesario hacer según el canon ecologista y lo que realmente se hace cuando se gobierna, como lo demuestran los 25 años de participación de IC en el gobierno de la ciudad de Barcelona, donde la transformación verde no alcanza siquiera al maquillaje. Quizás lo que falta en el fondo es un planteamiento global del problema y de sus causas, y un hilo conductor que permita una respuesta mucho más global, y por qué no decirlo, mucho más sincera.

Existe hoy una deriva ecologista que difícilmente va a conducir a parte alguna, que es más o menos una versión actualizada del panteísmo, donde el hombre acaba teniendo el mismo papel que cualquier otro componente de la naturaleza. Ésta y no otra es la celebrada teoría de Gaia, donde la tierra sería en su conjunto un sistema vivo del que la humanidad sería una parte, cada vez más molesta . Esta subvaloración del ser humano encaja bien con la ideología materialista que preside una determinada concepción de la ciencia donde la persona es un simple fruto del azar, su presencia no tiene ningún sentido, fuera de ser un mero soporte material para la transmisión de sus genes.

Definido en estos términos el ser humano sería poco más que un vegetal dotado de movimiento y alma. El problema radica en que con este tipo de enfoques cualquier política es inviable, entre otras razones porque a la hora de votar quien lo hace son personas concretas, que piensan, aman, escriben poesía con más o menos fortuna, y en definitiva, se sienten seres singulares no ya entre las especies animales, sino en relación al vecino del 3º-2ª.

Quizás si guardáramos el ecologismo en el cuarto de lo pintoresco, situáramos la ecología como disciplina científica en un plano de relevancia como el que posee la economía y, en lugar de situarnos como una especie molesta para el dios Tierra, pensáramos en términos de solidaridad intergeneracional -lo que dicho a la pata llana equivale a dejar a nuestros hijos y nietos una situación de recursos naturales y calidad ambiental igual o mejor a la nuestra-, podríamos concebir políticas realmente efectivas para afrontar la evidencia que nuestra sociedad está destruyendo en términos irrecuperables el medio en el que vive.

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