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Sexo y género

LA cultura gay -que propone una revisión total de las tradicionales concepciones de lo masculino y lo femenino, de la relación entre ambas realidades y, consiguientemente, de la familia- tiene uno de sus más sólidos y persuasivos fundamentos en la distinción entre sexo (sex) y género (gender), tal como la ha establecido una reciente tradición anglosajona. Mientras que la noción de sexo tendría un valor exclusivamente biológico, el género habría de entenderse como una categoría cultural. Tal distinción, arranca de la lucha feminista por emancipar a la mujer y establece que ser varón o mujer no es algo que venga dado por la naturaleza -concretamente, por la diferenciación sexual de índole biológica-, sino que son elaboraciones culturales, es decir, creaciones enteramente artificiales producidas por cada contexto social.

Este planteamiento tiene su origen en las teorías feministas de corte ilustrado elaboradas a partir de la segunda mitad del siglo XX. El aforismo de Simone de Beauvoir -"no naces mujer, te hacen mujer"- representa su expresión más emblemática: los papeles tradicionalmente asignados a la mujer no derivan, en esta perspectiva, de la existencia de una presunta esencia femenina, de algo que por naturaleza expresaría el ser femenino, sino de lo que, durante siglos, los hombres se han empeñado en que fueran las mujeres. La liberación de la mujer requiere, pues, la negación de una "feminidad" esencial y la elaboración cultural -histórica y social- de una nueva forma de ser mujer.

Como se ha apuntado, la "desnaturalización" de lo femenino lleva como consecuencia lógica la "desnaturalización" de lo masculino. Femenino o masculino no serían categorías naturales, sino culturales. Varón o mujer dejan de ser "sexo" para convertirse en "género". Esta afirmación tiene unas peculiares consecuencias al vincularse con una cultura de corte liberal, en la que la libertad de elección del individuo representa el valor supremo. Así, el sexo, por su carácter biológico, sería irrelevante en términos de realización personal, mientras que el género, al quedar en manos de la libertad, sería la forma propiamente humana de vivir la sexualidad, pero ya no sólo en términos de colectividad, sino de estricta individualidad. La construcción cultural -social- del género deja paso a la libre configuración personal -individual- del propio género; es decir, se establece como condición de realización humana la libre elección de la orientación sexual: ser homosexual, lesbiana, heterosexual, bisexual, transexual, etcétera pasa a ser pura opción personal. Se trata de una propuesta enormemente atractiva, porque pocas cosas hay tan seductoras para el hombre contemporáneo como decirle que su capacidad de elección es ilimitada.

La cuestión es si esto es así, o sea, si la orientación sexual resulta tan elegible como propugna la ideología del género o, dicho de otra manera, si es verdad que el género no está condicionado de ninguna manera por la propia constitución sexual.

Es cierto que la manera humana de estructurar la sexualidad es cultural y, por lo tanto, la masculinidad y la feminidad se viven humanamente como género. Ahora bien, de ahí no se puede concluir que la configuración del género puede prescindir de la diferenciación sexual. Que lo masculino o lo femenino se modelen culturalmente no significa que masculinidad y feminidad se puedan construir al margen de la constitución sexual. Por esta razón, la indiferencia valorativa sobre las diferentes opciones sexuales -establecer que el individuo puede decidir sin más su orientación sexual- no es una buena respuesta a la plasticidad que la construcción cultural del género pone de manifiesto.

En realidad todo lo humano se modula culturalmente: la amistad, la solidaridad, la economía, el arte, el lenguaje, la religión, la política. Pero a partir de ahí no se puede concluir que todas las elaboraciones culturales valen igual: no todos los productos musicales, pictóricos o arquitectónicos poseen el mismo valor. O, en otro orden, tampoco puede decirse que, al ser creaciones histórico-culturales, la tiranía y la democracia representan formas políticas igualmente valiosas: las formas políticas han de ajustarse a algún ideal de comunidad política. En definitiva, hay que concluir que los constructos culturales pueden ser peores o mejores y que su valoración remite en última instancia a algún principio regulador pre-cultural de tales constructos.

De manera análoga, hay que admitir unos criterios pre-culturales en la elaboración del género. Que pueda haber una cultura machista, por ejemplo, pone de manifiesto que podemos fallar en la articulación cultural de la masculinidad y la feminidad. Que podamos equivocarnos al establecer los géneros no hace sino confirmar la existencia de un elemento pre-cultural en la construcción del género. Por esta razón, su elaboración cultural no puede hacer tabla rasa de las profundas diferencias psicológicas, espirituales y culturales que trae consigo la sexualidad biológica. Por el mismo motivo, hay que concluir también que la libre elección de la orientación sexual, cuya premisa es la irrelevancia de la diferenciación sexual, representa una solución equivocada a la articulación entre sexo y género.

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