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Demagogia europeísta

EL camino hacia el referéndum sobre el Tratado que aprueba una Constitución para Europa parece que va a discurrir, entre nosotros, empedrado en demagogia. Es una cuestión importante y muy compleja. El articulado exhibe una musculatura ciclópea e incumple la regla de oro de toda prudente legislación: brevedad y claridad. A su favor cuenta, en principio, la bondad de todo avance en la integración europea. En contra, eventualmente, la evidencia de que no toda novedad representa un avance. Más Europa sí, pero no cualquier Europa. Entre las razones aducidas por el Gobierno para dirigir su campaña (es un decir), abundan más las proclamaciones retóricas que los argumentos racionales. Desde una perspectiva liberal y conservadora española se pueden esgrimir y se esgrimen algunas claras y contundentes objeciones: el inaceptable tratamiento del cristianismo en el endeble Preámbulo; el método de elaboración del proyecto (así como el titular de la presidencia de la Convención); la pérdida de influencia y capacidad de decisión de España con relación al Tratado de Niza; y cierto tufillo burocrático y antiliberal. Y, por último, la decisión del presidente del Gobierno, apenas disimulada, de convertir la consulta en una especie de plebiscito para su decepcionante gestión. Ciertamente, faltaría más, abundan los aciertos y, por tanto, las razones para el voto afirmativo. Por lo demás, votar a favor no significa necesariamente la adhesión a todo el contenido, sino el resultado de un juicio general favorable. Salvo sorpresa, el triunfo del "sí" parece cantado, ya que cuenta con el apoyo de los dos grandes partidos nacionales. El riesgo estriba en que la abstención y el voto negativo superen el nivel de lo aceptable.

La actitud del Gobierno, entre demagógica y plebiscitaria, mengua el atractivo del voto favorable. Parece sugerirse que se trata de un triunfo del progresismo social-demócrata, cuando la realidad es que el grupo popular es mayoritario en el Parlamento europeo. De manera que un eventual resultado favorable no constituirá, en ningún caso, un éxito del socialismo. Lo peor son, quizá, las formas, la errática pedagogía (es otro decir) que se ha adoptado para persuadir a los ciudadanos. La verdad es que más bien induce un efecto disuasorio. Por un lado, las prisas. No se ha explicado la necesidad de ganar en esta frenética carrera hacia las urnas. Dudo de que muchos españoles sepan si se trata de una consulta vinculante o no. Y, en caso negativo, qué urgencia existe. Tampoco se han despejado las dudas sobre la naturaleza jurídica del proyecto. Es muy dudoso que se trate de una genuina Constitución. Sin embargo, el texto se presenta bajo la forma de un Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. Mas una Constitución requiere, o, al menos, requería hasta ahora, la existencia de un poder constituyente. El Gobierno quiere eludir la campaña a favor, pero no puede evitar la recomendación del voto afirmativo. Para ello, ha suprimido todo debate nacional, encomendándose al embrujo de las irracionales adhesiones mediáticas. Así, los argumentos son reemplazados por la lectura de los artículos realizada por famosos, sin eludir, al parecer, la utilización de algún programa de telebasura. Una neutralidad ficticia que invita a no pensar, a eliminar cualquier apelación a la inteligencia. Se diría que, más que ciudadanos, el Gobierno busca papagayos asentidores. Y es una pena, pues mucho más saludable sería para España debatir sobre el futuro de Europa que discutir en las Cortes un proyecto secesionista apoyado por el terrorismo. A lo mejor, a pesar de todo, tal vez haya que apoyar el proyecto, pero lo cierto es que el Gobierno, con su demagogia europeísta, lo está poniendo muy difícil.

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