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Un expolio catalán

EL inminente desmantelamiento del Archivo de Salamanca propiciará en breve un alud de peticiones pintorescas o directamente anfetamínicas. Después de todo, si Cataluña puede reclamar con éxito los documentos del Archivo, ¿por qué no van a hacer lo propio desde cualquier otra comunidad autónoma, municipio, asociación vecinal o peña recreativa legalmente constituida? En apenas unos años, el Archivo de Salamanca se convertirá en un delirante almacén de fotocopias, pues -como acaba de sentenciar el vicepresidente aragonés- si el Quijote no lo leemos en el original, ¿por qué no podrían los estudiosos que acuden al Archivo consultar copias? La encantadora cazurrería del vicepresidente aragonés resume a la perfección el grado de incuria intelectual al que se puede descender, cuando el sentido de la Historia y el mero sentido común son pisoteados por el filibusterismo político. En esta casa de tócame Roque en que empieza a convertirse nuestra España plural cualquier chantaje disfrazado de reivindicación histórica triunfa, si se adereza de buen talante.

A la vista del pandemónium, cualquier museo o archivo corre el riesgo de convertirse en proveedor de las más folclóricas solicitudes localistas. Pero sería una lastimosa tragedia que, en medio del barullo que sin duda promoverán los pescadores en río revuelto y los excursionistas por los cerros de Úbeda, se soslayen o silencien algunas reclamaciones patrimoniales fundadas en la más estricta justicia restitutoria. Es el caso de las que, desde diversos municipios de Castilla y León, se dirigen contra el Museo Marés, propiedad del Ayuntamiento de Barcelona, entre cuyos fondos expuestos al público se cuentan hasta ciento ochenta piezas usurpadas en fechas relativamente recientes al patrimonio castellano y leonés. Todas estas piezas -y otras muchas que permanecen encerradas en los sótanos de la institución- fueron expoliadas por el coleccionista Federico Marés en los años posteriores a la Guerra Civil (muy señaladamente en las décadas de los cincuenta y los sesenta), con el auspicio de los elementos más corruptos de la administración franquista y la ignorancia o venalidad de algunos clérigos que enajenaron por cuatro perras bienes de incalculable valor. Las razzias de Marés, que dejaron desplumadas decenas de iglesias rurales de Castilla y León, degeneraron con frecuencia en rapiñas en el sentido estricto de la palabra, como la perpetrada en 1969 en Tubilla del Agua (Burgos), donde el ínclito Marés arrambló con diversos elementos arquitectónicos de la iglesia de San Miguel y hasta con una valiosísima pintura mural, dejando el edificio reducido a escombros. De la magnitud del expolio perpetrado por Marés da testimonio la colección de Cristos románicos del Museo, muchos de los cuales no especifican -en un alarde de cinismo realmente notable- su lugar de procedencia, como si las tallas le hubiesen llovido del cielo al bueno de Marés durante sus paseos campestres. Similar origen non sancto, por cierto, poseen algunas de las piezas exhibidas en el Museo Nacional de Cataluña, como las pinturas funerarias de Mahamud o los cinco sepulcros de Villamayor de los Montes. De todos estos latrocinios y de otros muchos cuya mera enumeración suscita pavor levanta dolorido inventario Gonzalo Santonja en un libro de inminente publicación, titulado "Museo de niebla".

¿Será tan diligente el Gobierno de la España plural en corregir este expolio crudelísimo del patrimonio castellano y leonés como en convertir el Archivo de Salamanca en un almacén de fotocopias?

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