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Sin humos

EN los aeropuertos han demarcado unas "zonas de fumadores" que más bien parecen meaderos para perros, de tan esquinadas y angostas; allí se congregan, con un aire de estraperlistas mohínos o penitentes escocidos, los nuevos apestados sociales. Cualquier día, estas "zonas de fumadores" incorporarán mamparas y puede que hasta tapias de ladrillo. El absolutismo de la Salud ha logrado convertir a los fumadores en marginados a quienes conviene hostigar y mantener sojuzgados; mañana los deportarán a lazaretos o narcosalas que se construirán a las afueras de las ciudades, allá donde los miasmas de su vicio no alcancen a la población sana. Este proceso imparable de segregación de los fumadores quizá se corone pronto con una Solución Última: ya se sabe que el gueto es sólo un circunloquio dilatorio de la cámara de gas. De momento, ya se anuncia que los trenes dejarán de ofrecer a sus viajeros vagones de fumadores: naturalmente, la medida se disfraza de coartadas sanitarias y altruistas; naturalmente, mientras las restricciones y agravios a los fumadores se hacen más y más asfixiantes, el Gobierno sigue utilizando el tabaco para abastecer el erario público.

¿A quién molesta que los trenes incorporen un vagón de fumadores? No, desde luego, al resto de viajeros, que respiran un aire sin humos en los otros vagones. Podrían haberse limitado a prohibir que los fumadores cultivasen su vicio en el vagón-cafetería, que siempre tiene un aspecto como de negociado de incobrables; pero han extendido la prohibición a todo el tren, con la disculpa de evitar a revisores y demás personal ferroviario el peligro de contagio. Tanta severidad contrasta con la negligencia y laxitud que se emplea con los usuarios compulsivos de teléfonos móviles, que son los verdaderos intoxicadores de la placidez que antaño se respiraba en los trenes. Antes de iniciarse cada trayecto, se solicita a esta jarca de maleducados que reduzcan el volumen de los timbrazos con que su cacharrito les anuncia una llamada; también se les pide que, para mantener sus conversaciones por lo común ociosas, inanes y gilipollescas abandonen su asiento y se instalen en las plataformas entre vagones. Nadie cumple esta exigencia; y los revisores y demás personal ferroviario se hacen los suecos y se niegan a reprender a los infractores, según he comprobado en reiteradas ocasiones, cuando he solicitado su concurso para que amonesten al merluzo que no para de dar la tabarra con su cacharrito. Echar una cabezada en un tren, probar un rato de lectura, ensimismarse en la contemplación del huidizo paisaje se han convertido, por culpa de la transgresión sistemática de esta norma, en tareas imposibles. Siempre hay un botarate en el asiento contiguo que a cada cinco minutos recibe una llamada (el timbre del cacharrito, por supuesto, incorpora una música estridente y pachanguera) y vocifera hasta quedarse afónico, mientras le detalla a su interlocutor la última juerga que se corrió con unos amigotes, la última reunión con directivos de empresa, la última banalidad doméstica o laboral; todas estas conversaciones, por supuesto, se aderezan de urgentísimas precisiones: "Oye, nada, que acabo de pasar por Puertollano y llegaré puntual"; "Oye, que quedamos para comer, según lo convenido"; y en este plan.

¿Por qué los empleados ferroviarios no hacen cumplir las indicaciones referentes al uso de teléfonos móviles que, antes de iniciarse cada trayecto, se enuncian desde al megafonía? Y, en vista de que nadie obedece, ¿por qué no se disponen vagones donde esté prohibido el uso de este cacharrito? ¿Por qué hemos de resignarnos a no dormir, a no leer, a no mantener una plácida conversación, mientras esa patulea de adictos al móvil se desgañita y campa por sus fueros?

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