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Democracia a la carta

LA película de Amenábar reabre el debate sobre la eutanasia con más fuerza que el drama personal de Ramón Sampedro. La realidad imita al arte. Mientras tanto, Holanda abre el camino a la eutanasia infantil, en la que el único argumento a favor, la autonomía personal y la libre decisión, queda suprimido, aunque se sustituya por la decisión de los padres. El Gobierno, por su parte, anuncia una solución legal en la actual Legislatura. No sabemos cuál porque él mismo no lo sabe. Depende de la voluntad de los ciudadanos. Como debe ser en una democracia, el gobierno del pueblo. La propuesta del Ejecutivo revela su concepción de la democracia: abrir un debate sereno y riguroso, en el que se escuche a los expertos y a la sociedad para saber lo que quieren los españoles. Incluso anuncian una encuesta del CIS, el nuevo oráculo. Que hable la calle.

Tan irreprochablemente democrático proceder suscita, no obstante, algunas dudas y perplejidades. En primer lugar, sombras sobre la posición del Gobierno. Ni sabe ni contesta. Espera. Y esperar el veredicto popular es la manera perfecta de no equivocarse. Mas ¿por qué la incertidumbre en este caso y la certeza en tantos otros? Acaso se trate de una de esas cuestiones, por lo que parece escasas, en las que sólo cabe esperar el dictamen de la voluntad popular, al margen de los expertos. Pero a esta conjetura se opone el anuncio de consultar a los expertos. ¿A cuáles? ¿A los que decida el Gobierno? ¿A los médicos y científicos? ¿A los moralistas? ¿A los juristas? Inmediatamente asaltan otras dudas. ¿Y si la opinión de los expertos fuera contraria a la opinión mayoritaria, convenientemente expresada en las encuestas del CIS? ¿Qué hacer entonces? ¿Sacrificar a los expertos o a la mayoría? La opción democrática parece clara. Entonces, ¿para qué consultar a los expertos? Y ¿por qué no se somete a escrutinio la opinión de los ciudadanos sobre, por ejemplo, los Presupuestos Generales del Estado, o el matrimonio entre homosexuales, o la reforma de los Estatutos de Autonomía?

POR lo demás, esta implacable lógica democrática podría conducir a la supresión de los programas electorales y, por ese camino, de los partidos políticos. Todo quedaría reducido a una gran e indeclinable promesa electoral: hacer lo que quiera el pueblo. ¿Quién se atrevería a votar en contra? No hay programa preferible a ése que promete todo lo que la mayoría decida. Sería la apoteosis del programa único, del partido único, y el triunfo de la democracia directa y plebiscitaria. La vieja estirpe de los políticos decididos, como Pericles, a convencer a la opinión del valor de sus ideas y propuestas quedaría definitivamente extinguida. El político vendría a ser así mero ejecutor de la voluntad soberana. El resultado no es otro que el gobierno a golpe de debate y encuesta. Es la realización del sueño de todo demagogo: carecer de ideas propias y convertirse en el brazo ejecutor de la voluntad popular. ¿Quién se atreverá a exigir límites a un Gobierno sólo guiado por la sabiduría popular que nunca se equivoca? Es también el acta de defunción de la democracia liberal y representativa, atenta, sobre todo, a trazar límites, frenos y contrapesos al ejercicio del poder, y a establecer un procedimiento para la libre crítica y la sustitución pacífica de los gobernantes.

NI la eutanasia ni ninguna otra cosa están en sí mismas bien o mal desde el punto de vista de la justicia. Todo depende del resultado de los debates y del dictamen de las encuestas. Y la oposición, al trastero con las demás cosas inservibles.

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