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Ministras entre pieles

AGOTADAS casi todas las posibilidades chuscas del célebre posado ministerial, a este pobrecito hablador ya sólo le quedan las migajas. No se ha comentado suficientemente, sin embargo, la profusión atosigante de pieles que se observa en la fotografía de grupo que sirve de atrio al reportaje: en ella, las ocho ministras de cuota posan en torno a un par de divanes u otomanas (escribo "divanes" y "otomanas" para ir metiendo en harina al lector), sobre los que se han desperdigado unas pieles que añaden a la composición un aire de lujo espeso y calentorro, un tanto incongruente con los bochornos estivales. Las modelos posan sus culos ministeriales sobre el opulento mullido: alguna, como la ministra Salgado, en un rasgo como de Salomé que aguarda la bandeja con el trofeo, se reclina lánguidamente sobre el diván; otras, como la ministra Narbona, apoyan una mano sobre las pieles cosquilleantes, sentando plaza sobre sus dominios. En la sonrisa sanota y ecológica de Narbona no se adivina, por cierto, atisbo alguno de remordimiento; quizá en ese momento no se acordaba de las foquitas que los cazadores canadienses descalabran con bates de béisbol.

Algún comentarista se ha apresurado a recomendar a las ministras de cuota que aprovechen sus dotes recién estrenadas de maniquís para posar desnudas en alguna revista guarrindonga. Tamaña desconsideración revela una concepción muy angosta y elemental del erotismo. Los verdaderos connaisseurs sabemos que una mujer envuelta en pieles ejerce sobre la libídine un efecto mucho más turbador que la mujer en cueros. Las ministras de cuota así lo han entendido; de ahí que hayan elegido como complemento indumentario esas pieles que parecen sacadas de una novela de Leopold von Sacher-Masoch. Este Sacher-Masoch, que escribía de puta pena y daría nombre a cierta desviación sexual, llegó a firmar con una de sus amantes un contrato en el que le solicitaba que se vistiera con pieles "tan a menudo como le fuera posible, y principalmente cuando se mostrara cruel"; a cambio, Sacher-Masoch se comprometía a "obedecerla con una sumisión servil" y soportar sin rechistar las humillaciones que le infligiera, prosternado a sus pies.

Vistas a la luz de Sacher-Masoch, las ministras de cuota se convertirían en estrictas dominantas que nos rebozan por los morros sus opulencias indumentarias mientras nosotros, sus votantes y esclavos, nos disputamos el cajón de saldos de las ofertas y nos rascamos el bolsillo para llegar renqueantes a fin de mes. Naturalmente, en este gabinete sado-ministerial, cada ministra adoptaría un papel acorde a sus características: así, la vicepresidenta Fernández de la Vega (Dómina María Teresa), enjuta y de aspecto ascético, ejercería de ama del calabozo, presta a empuñar el látigo y despellejar a sus esclavos morosos; la ministra Trujillo (Mistress María Antonia), más campechanota y lozana, sería un ama al estilo de aquella vaquera de la Finojosa que cantó el Marqués de Santillana, dispuesta a brindar cobijo, o al menos "solución ocupacional" al viajero que carece de techo, y también a repartirle unos cuantos sopapos, a poco que se le desmande; la ministra Salgado (Lady Elena) desempeñaría el rol de ama mística, espiritualizada y aleve que mira a sus esclavos por encima del hombro, mientras les receta unas inyecciones de árnica que la Sanidad Pública, por supuesto, no sufragará; y así sucesivamente.

Convertidas en reencarnación de aquella Venus de las pieles de Sacher-Masoch, los desmanes que a partir de ahora perpetren las ministras de cuota nos resultarán menos dolorosos. O, al menos, más cruelmente placenteros. La próxima vez, por favor, que posen con corsé de cuero y botas "doctor Martens".

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