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Objeción

Vamos a ver si lo he entendido. ¿Prohíbe el Tribunal Supremo la objeción de conciencia a la asignatura de Educación para la Ciudadanía? Si así fuera, el Tribunal Supremo resultaría mucho más objetable que la asignatura mencionada. La objeción de conciencia pertenece a lo que en otros tiempos se llamaba fuero interno de la persona, algo en lo que no se metían los tribunales ni Tomás de Aquino, santo que tocaba cuando escribí este artículo, aunque no por ello deba achacársele la responsabilidad de haberlo inspirado (o quizá sí). La objeción de conciencia consiste en el desacuerdo, expreso o tácito, con una ley que repugna a las convicciones o principios éticos o religiosos del sujeto. Generalmente, la objeción de conciencia suele llevar aparejada la voluntad de no acatar la ley en cuestión. La puesta en práctica de tal voluntad, el paso al acto, se llama desobediencia civil, sobre lo que escribió páginas muy sensatas Henry David Thoreau, un anarquista. Thoreau, como se recordará, afirmaba que el Estado no puede enfrentarse a la razón moral o intelectual de un individuo, sino sólo a su cuerpo, porque el Estado es físicamente más fuerte que cualquier ciudadano, pero no superior en inteligencia ni en moralidad (de ahí que, como educador moral, el Estado tenga la misma legitimidad que un burdel).

Thoreau era de izquierdas, pero de una izquierda que por aquí no se lleva. Como no le iba el gregarismo, jamás se propuso crear un partido, sindicato ni cosa parecida. Tampoco pretendía destruir violentamente el Estado. Recomendaba irse al bosque y vivir lo más lejos posible del control estatal de los cuerpos y del control visual de cualquier vecino. En el caso de no poder hacerlo, la única salida decente estaría en la desobediencia civil, porque no hay mejor lugar que la cárcel bajo un Estado inicuo. Thoreau escribió su ensayo sobre la desobediencia civil en 1849, y el Estado que denostaba era el de los Estados Unidos. A Thoreau le parecían suficientes pruebas de la maldad de dicho Estado la guerra contra Méjico y el mantenimiento de la esclavitud de los negros, pero no le metieron en la cárcel por pensar de este modo ni por publicar lo que pensaba. En los Estados Unidos la libertad de conciencia y el derecho a objetar y disentir son sagrados. Lo encarcelaron por desobedecer a las leyes. Thoreau sabía, por otra parte, que el precio de la desobediencia civil suele ser la cárcel y estaba dispuesto a pagarlo. Como anarquista, exageró quizá la perversidad del Estado, pero está en la raíz de la gran revolución democrática americana del siglo XX (me refiero a la de Martin Luther King y el Movimiento por los Derechos Civiles), en la que Obama dice inspirarse.

La prohibición de la objeción de conciencia por parte del Tribunal Supremo sería un crimen. La de la desobediencia civil, una estupidez, porque, por definición, la desobediencia civil está siempre prohibida. Pero el problema no es el Tribunal Supremo, que se ha limitado a sancionar con una lamentable sentencia la obligatoriedad de una asignatura, sino los que aplauden el supuesto avasallamiento jurídico de la objeción de conciencia. Que sean los mismos que propugnan la Educación para la Ciudadanía no tiene nada de extraño. Tal materia es un instrumento para la nivelación totalitaria y, a partir de ahora, como ha quedado claro, incluirá la condena de la objeción de conciencia, lo que es infinitamente más grave que la incitación a la sodomía escolar.

Queda a discreción de los movimientos que se han opuesto a dicha asignatura, cuando se agoten las pocas vías jurídicas que les dejan, emprender o no campañas de desobediencia civil. Thoreau lo habría aconsejado sin esperar a que tomara la iniciativa organización alguna, porque habría intuido en los jubilosos titulares de algunos periódicos de gran tirada, el jueves pasado, una amenaza inminente para la libertad. Pero no estamos en los Estados Unidos, una nación creada por objetores de conciencia, sino en un país de progresismo pecuario al que terminarán rebautizando como Cabrera o cosa parecida.

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