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Fracaso del centrismo

El resultado del partido popular ha sido un fracaso del centrismo como ideología. Una política se define por unos principios que en la práctica se traducen en unas constantes. Poner el centrismo por principio absoluto no sólo equivale a renunciar a los demás posibles principios sino a aquellas. Así, la actividad política, además de tímida, evita cuidadosamente las decisiones —lo que no ha impedido, en realidad lo ha facilitado, que se acuse al Partido Popular de autoritario — y deviene ocasional, fácilmente oportunista. El centrismo no inspira confianza. El espacio natural del Partido Popular es la derecha, cuyo grueso, la mayoritaria derecha conservadora y la derecha liberal, según la distinción de Germán Yanke en su atrevido y muy meritorio libro Ser de derechas; pero nunca ha podido sentirse razonablemente cómoda con este partido, proclive a dar facilidades y ventajas, incluso dentro de él mismo, al adversario.

El centrismo resulta así tan frágil, que un imprevisto puede echarlo a perder. Es lo que ha sucedido contra todo pronóstico racional o intuitivo: lo ha decidido la sacudida emocional del infame atentado, en un terreno ya minado emotivamente por lo de la guerra de Iraq y el «Prestige»; incidentes nimios considerados objetivamente, pero que el gobierno y el partido centristas han sido incapaces de contrarrestar; hay que saber decir las cosas y no abandonar y entregar complacidamente el mundo de la información y las ideas a sus adversarios; esos incidentes y otros aún menores ha hecho perder muchos votos naturales al Partido Popular; otros seguramente han vuelto donde solían.

Es lícito pensar que su mayor enemigo concreto han sido en este caso Al Qaeda o Eta o, lo que es muy probable, interesados ambos en un gobierno más débil, de común acuerdo y el miedo: una grave consecuencia es el progreso del nacionalismo, cuya propaganda ha ido penetrando lentamente. Consagrado por la Constitución, forma parte, pues, del patriotismo constitucional y con la ayuda del humanitarismo seguirá su marcha ascendente.

Dados los resultados, el fracaso centrista augura un futuro incierto. Si la democracia española fuese en verdad liberal, el partido socialista podría gobernar en solitario, en minoría, sin alianzas —hipotecas — de ningún tipo, al estilo inglés: en Inglaterra están prohibidas constitucionalmente las coaliciones electorales para formar gobierno. Pero la Constitución inglesa descansa en tradiciones de la libertad política, es decir, de la veracidad, inexistentes en el Continente; desde luego no es imaginable en España una práctica semejante: sería una sorpresa mucho mayor que la del triunfo del partido socialista.

La alternativa razonable sería, pues, un gobierno de coalición entre los dos grandes partidos nacionales; pero eso depende no sólo de la voluntad sino de los pactos y compromisos del partido socialista y de que este último sepa modernizarse desterrando los modos y maneras que ha puesto en práctica para hacerse con el poder, aunque al final lo haya conseguido.

Quizá esto último sea lo más importante. Una nación no puede soportar cada cuatro años unas elecciones como si le fuera la existencia. Las elecciones no son una revolución: «echar a toda costa del poder» a la derecha —o a la izquierda — es una actitud radicalmente antipolítica. Revela una voluntad de gobernar por el miedo y así no puede funcionar normalmente, «habitualmente», un país. Se logrará «profundizar» la democracia en esta nación cuando a la gran mayoría de los españoles les sea relativamente indiferente qué partido gobierna.

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