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De Iraq y otros graves problemas

La terrible muerte de siete militares españoles en Iraq ha provocado en todos los que somos sus compatriotas una riada de emociones diversas, presididas por el dolor. Además, este violento suceso ha vuelto a desencadenar los debates en torno a la presencia de tropas españolas en Iraq y otros temas diversos relacionados con éste, muy traídos y llevados por los medios de comunicación en los últimos meses.

La reflexión que me lleva a escribir este artículo viene empujada por este último hecho, pero se une a otros que, al igual que éste, nos provocan reciente pero, sobre todo, creciente preocupación, pues proceden de problemas que parecen ya intemporales —exagerado pero peligroso engaño de los sentidos — y que encima pueden ir a peor.

El problema de Iraq —y no el de la presencia española allí — es de una complejidad extrema. Sorprende e irrita la superficialidad, cuando no el partidismo, con que desde diversos foros es tratado y «analizado». Los comentarios se desatan a raíz de acontecimientos aislados, aunque resulten cotidianos, que concitan inmediatamente la opinión de todos los que — y son multitud — se sienten capacitados para darla. Pareciera que están aguardando, como una numerosa bandada de buitres, a que se les arrojara otra porción de carroña para levantar el vuelo en medio de un escalofriante concierto de graznidos discrepantes. No señalo este comportamiento en un determinado sector social, sino que lo veo generalizado en todos, aunque lógicamente algunos tengan mayor eco debido a su notoriedad o su poder mediático.

Sin tradición democrática

Decía que la cuestión de Iraq es complicada en grado sumo, y me permito apuntar algunos factores que lo ponen de relieve: se encuentran allí intereses económicos de países diversos —tanto entre los que se han opuesto a la guerra como los que la han impulsado — ; se trata de un país en el que «conviven» ramas islámicas enfrentadas, amén de una importante población kurda que anhela la independencia; es un país en crisis, sin instituciones ni tradición democrática; ha sufrido no una, sino varias guerras durante las últimas décadas; ha padecido la dirección de un tirano sanguinario que ahora es un fugitivo riquísimo que trata de sabotear cualquier esfuerzo por reconstruir el país; el terrorismo internacional de Al-Qaida se mueve a sus anchas por el territorio iraquí y practica el tiro al blanco con los extranjeros o cualquiera que apueste por llegar a la paz y la normalidad democráticas; Iraq es parte de otro gran problema: Oriente Medio; etcétera. Desde luego, sin estar allí ni tener más conocimiento que el que, desestructurado, nos llega a través de los medios de comunicación, pasman las dificultades de lo que, por globalizar, he llamado el problema iraquí. Pero pasma aún con mayor escalofrío que las dificultades no lo sean para quienes se dedican a comentar este asunto, y diría que a pontificar sobre él. Es cierto que se está actuando, quizá con precipitación, y que los acontecimientos se suceden sin tregua para analizarlos con calma. Pero esto no deja de ser una exigencia ineludible.

Hace poco se entrevistaba en una emisora de radio al político e intelectual israelí Shlomo Ben-Ami. Con una lucidez inusual analizaba el problema palestino e israelí —que es un mismo problema, o un problema doble — , a través de sus diversas fases de fracaso, y llegaba a la conclusión de que ambas partes eran incapaces de solventarlo por sus propios medios, habiéndose llegado al punto de requerir la intervención internacional como única salida posible.

Me asombró no sólo la objetividad que procuró dar a sus opiniones, sino sobre todo cómo supo destacar lo dificilísimo de la solución para un problema tan enquistado. Hace falta humildad para reconocer que se ha fracasado —incluso en la parte que a él le pudo tocar en el proceso — y sin embargo no rendirse, sino haber empeñado sus capacidades en buscar una vía de solución, que ahora refiere en un reciente libro. Otros enseguida hubieran culpado a alguien, o a todos, pero sin aportar vía de esperanza ninguna.

Y es que estamos acostumbrados a que se hagan desde cualquier instancia análisis de cualquier tipo de problemas —y, casi siempre, por las mismas personas — , que enseguida cobran una gran repercusión mediática; si la repercusión la obtienen distintos análisis enfrentados, ello desencadena el debate airado e irresoluble: el objeto de análisis pasa a un segundo plano, para que adquieran protagonismo los defensores de una y otra postura.

La reflexión que aquí hago no plantea soluciones a estos grandes problemas ni a otros a los que me podría referir y que nos afectan más de cerca. Confieso mi casi absoluta ignorancia acerca de lo que se ventila en Oriente Medio, y tampoco se trata de una cuestión que esté directamente relacionada con mi trabajo. Pero como español, y por ello miembro de la comunidad internacional en sentido amplio, siento la responsabilidad de llamar a la calma y al buen criterio.

Es preciso superar enfrentamientos ideológicos o intelectuales y dar paso a una nueva actitud que sea la de: vamos a buscar soluciones para los problemas. Y personas capacitadas para ello, además de medios, existen, no me cabe duda. No basta sin embargo con elaborar análisis o abrir debates: es preciso que se anuden a la verdad.

Respeto a la dignidad humana

Sin entender la verdad como una serie de hechos que recoger del suelo para arrojarlos con fuerza al contrincante: debe de ser el fin al que se tienda —desde un realismo sin prejuicios, mediante el estudio y la discusión civilizada — para clausurar los conflictos; y, asumido este principal objetivo, hacer el intento esforzado de alcanzarlo, a la luz de todos esos principios y criterios que nuestra sociedad democrática ya debería conocer de sobra, que están presididos por el respeto a la inviolable dignidad de la persona humana.

Estoy convencido de que esta actitud humilde pero decidida es la única que algún día puede darnos motivos para la celebración.

Siempre y cuando no se excluya un elemento fundamental cada vez más enterrado y ausente de los grandes conflictos humanos, y sin el cual lo propiamente humano desaparece: la esperanza de que es posible algo mejor.

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