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La secta

Hace unos días pasó por Madrid un hispanista catedrático en una universidad de Estados Unidos. En el pasado recensionó muy elogiosamente algunos de mis libros —especialmente el dedicado a las Brigadas internacionales — y me manifestó a través de un amigo común el deseo que tenía de que nos viéramos.

Autor de varias monografías excelentes sobre la guerra civil, mi colega de Estados Unidos me comentó su pena por el rumbo que había tomado la historiografía española desde los años ochenta. «En lugar de historiar», me dijo, «se han dedicado a crear una versión políticamente correcta de la guerra civil española que no se corresponde con la realidad». «¿A qué lo atribuye?», le pregunté interesado. «Sin duda, a la influencia del PSOE», me respondió con una sonrisa triste, «en los ochenta crearon una historia oficial de los años treinta en que los socialistas eran demócratas...» (aquí reprimió una carcajada) «ocultando hechos tan elementales como el alzamiento socialista-nacionalista de 1934 contra el gobierno republicano o los llamamientos de Largo Caballero a instaurar la dictadura del proletariado». «Es lamentable», musité sin desear echar más leña al fuego. «En realidad, es estúpido, terriblemente estúpido», dijo alzando la voz el veterano profesor, «porque si lo considera usted bien descubre que la inmensa mayoría de esos sujetos son unos ignorantes que no saben idiomas. ¿Ni siquiera el inglés!». Guardé silencio aunque a la memoria me vino el atrevimiento de un catedrático que había escrito sobre las relaciones entre el PCE y la URSS sin saber ruso, la lengua indispensable para analizar las fuentes correspondientes a ese episodio. «¿Sabe usted que es lo peor de todo?», me dijo al final. «¿El qué?», indagué. «Pues sencillamente que no son historiadores sino una secta de defensa de lo políticamente correcto. Respaldan, apoyan y ayudan a los que propalan la doctrina de la secta y marcan para destruir a los que se oponen a ella». «Siento no poder quitarle la razón», dije apesadumbrado. «Lo peor», me dijo el profesor, «es que en los años cincuenta, cuando yo comencé a trabajar con la Historia de España, los historiadores españoles eran mucho más imparciales e independientes que los actuales». Nos despedimos y mi interlocutor se fue al flamenco. Yo me quedé con el alma rebosante de una pena propia del cante jondo.

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