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Sobre las raíces cristianas de Europa

Es interesante el debate actual sobre las raíces cristianas de Europa, a propósito de una posible mención del cristianismo en la futura Constitución de la Unión Europea. La Razón se ha hecho eco de este debate. Quisiera hacer algunas consideraciones sobre el tema.

Podemos hablar de una «deriva laica» del cristianismo, que para algunos autores se convierte en una «deriva laicista», e incluso en una «deriva atea». Creo que la «deriva laica» del cristianismo es cierta al menos en un doble sentido.

1. El judeocristianismo, al decir que todo ha sido creado por Dios, desdiviniza el mundo, e incluso lo desdemoniza; de este modo muchos temores y angustias ante fuerzas y seres que se tenían por divinos o demoníacos desaparecen: la afirmación de la creación hace profano al mundo y libera al hombre de muchos dioses y demonios.

2. Ulteriormente, el cristianismo profundiza en esa «profanización» distinguiendo lo sacro de lo profano; concretamente, la política sale del reino de lo sacro, junto con otras artes.

Esta distinción entre lo religioso y lo político supone una gran revolución del orden clásico; a lo largo de la historia se ha llevado a la práctica este dualismo con mayor o menor acierto, pero incluso en los momentos más oscuros el dualismo político religioso testimoniaba que sobre el hombre no existe un poder absoluto en la tierra; era y es una garantía frente al totalitarismo.

Ahora bien, de la «deriva laica» no debemos pasar a una «deriva laicista», que pasa de «distinción» entre lo político y lo religioso a «mutua ignorancia»: la pretensión de que cada uno de los dos viva como si el otro no existiera, lo cual no puede ser, porque de hecho existe. Se trata de buscar continuamente un difícil equilibrio, una sana separación sin extremismos.

Por supuesto, no hay «deriva atea» en el cristianismo. Repitamos una obviedad de Perogrullo: los cristianos creemos en Dios (¿no faltaba más!), creemos que Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre que ha muerto y resucitado por nuestra salvación.

La cuestión, respecto de las raíces cristianas de Europa y su mención en la Constitución Europea, es que todo sistema de derecho ha de basarse en algunos valores, en bienes éticos compartidos. Y parece que el cristianismo no es totalmente ajeno a los valores o bienes éticos que compartimos los europeos. En particular no es ajeno al principio del inmenso respeto que merece cada persona: la fe cristiana la considera como imagen de Dios y redimida por Cristo, y esto ha dado sus frutos a lo largo de la historia.

La idea de que lo religioso debe desaparecer radicalmente del ámbito de lo público y quedar relegado al ámbito de lo privado es un mito falso. Si mis ideas políticas, artísticas, sociológicas, filosóficas, científicas, jurídicas, etc., pueden entrar a jugar en la arena de lo público, ¿por qué las convicciones religiosas han de ser las únicas que no tengan acceso a él? Detrás de esta negativa no está una sana laicidad, sino la pretensión de una religiosidad vergonzante, de que el creyente deba casi excusarse por serlo. Se busca un cristiano incapaz de manifestar públicamente sus convicciones y que vive arrinconado.

Toda religión supone una interpretación última del mundo, de la sociedad y de sí mismo. Y esta interpretación tiene derecho a ofertarse en el terreno de lo público. Ciertamente este derecho debe compaginarse con el derecho de libertad religiosa de los demás. Es más, el derecho de libertad religiosa está antes que el derecho de concurrir con la religión en el terreno de lo público (y lo engloba). Esto se conseguirá si lo religioso no se «impone» sino que se «oferta».

Un autor tan poco sospechoso de conservador como Kart Rahner dice lúcidamente: «Ha pasado la época en la que un hombre podía creer que lo auténtico de su existencia, lo humano, lo auténticamente personal puede vivirse y realizarse en una intimidad que nada tiene que ver con la dura vida de cada día, con la sociedad del hombre ( ) Incluso la sociedad más profana, conservada a través de medios de poder, no puede prescindir de una base ideológica de concepción del mundo». Pues bien, si eliminamos totalmente lo cristiano de la base «ideológica» de nuestra sociedad, ¿cómo queda esa base?

Se comprende que Joseph Weiler, judío practicante y constitucionalista de la New York University, considere absurda la ausencia de referencias en la futura Constitución, de modo que la falta de mención a las raíces cristianas europeas no es una «demostración de neutralidad», sino más bien «una actitud jacobina».

No creo mucho en la eficacia de las «menciones», pero, puestos a solucionar la disputa, ¿por qué no inspirarnos en el caso español? Que yo sepa, España es el primer país en que se ha dado un tránsito pacífico a la democracia: hemos demostrado con los hechos que para alcanzar la democracia no hacen falta guerras ni revoluciones ni procesos traumáticos. Después muchos países nos han imitado en todas las latitudes. Una de las virtudes más destacadas del proceso constituyente español es, según muchos expertos, que se ha «superado» la cuestión religiosa.

El tradicional enfrentamiento entre las dos Españas (la que podríamos definir nacional-católica y la que podríamos llamar anticatólica) no se ha resuelto en favor de ninguna de las partes, sino que se ha «sublimado» mediante tres principios: libertad religiosa, laicidad y cooperación. Fijémonos en este último punto: la Constitución establece que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones religiosas (art. 16). ¿No podría buscarse una fórmula semejante en la Constitución Europea?

Lógicamente no se trataría de mencionar a la Iglesia Católica, sino a las Iglesias cristianas en general. Algo así como: «Las autoridades de la Unión Europea tendrán en cuenta las creencias religiosas de los europeos y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con las iglesias cristianas y las demás confesiones y comunidades religiosas».

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