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Viaje a Isabel la Católica

Dejas atrás Arévalo. Monotonía en verde hasta Madrigal de las Altas Torres. De las murallas que rodeaban la villa en el siglo XI quedan muñones y algún torreón. Posiblemente por tener esta doble condición de seguridad y accesibilidad, Juan II la eligió como sede de la Corte. Los cartelitos, que anuncian la exposición sobre Isabel la Católica, te llevan a un gran escenario posiblemente idéntico al histórico en el que se levanta el palacio -luego convento de Agustinas- en donde nació la Reina Isabel. Para acceder a él hay que atravesar un pequeño patio triangular, de ladrillo y tapial, con balconcillos de madera, muy al estilo de las casas de buena labranza. Me intriga una especie de palomar que hay sobre el tejado y desde el que mirarían hacia el exterior reyes y abadesas. Porque hacia el interior la vida se organiza en torno a un claustro que parece negarse a sí mismo, de generoso y abierto que es. Aquí balbucea el Renacimiento entre formas mudéjares. La exposición comienza en la planta baja pero yo tengo una cierta ansiedad por ver el lugar en el que nació la Reina. La escalera regia está cubierta por una techumbre que te lleva los ojos. «Maestros de armar en lo blanco» llamaban a los carpinteros especializados en estos artesonados. En el piso superior del claustro se mantienen los suelos de ladrillo de barro, que pasan a ser ya baldosa en la que fue habitación de los reyes y que se prolonga con una alcoba de seis metros cuadrados. Aquí nació Isabel. Los diseñadores de la exposición han tenido el acierto de dejar como protagonista el mero y brevísimo espacio. Tan sólo rompe su desnudez -o quizá la realza- un retrato de la Reina, obra de un anónimo flamenco.

Ahora ya me detengo en la alacena y la arqueta mudéjares, en los objetos nazaríes, en los platos de Manises y Triana y en la Piedad procedente de Baviera, testimonio de la conexión que hubo entre la imaginería alemana y la castellana. Al salir, una de las catorce monjas que forman la comunidad me dice con orgullo que las agustinas llevan aquí desde 1531. Hago referencia a Ana de Espinosa y se ruboriza. Ésta era la hermana que le hacía a Fray Luis de León unos polvos que le venían muy bien para sus «melancolías y males del corazón», de los que siempre estuvo muy necesitado pero sobre todo en sus tiempos de cárcel.

Continúo a Medina del Campo, donde murió la Reina. Ahora la llamada es interrumpida por pinares, más frecuentes a medida que te acercas a la ciudad. Aquí, donde murió la Reina, la segunda parte de la exposición está dedicada a la caballería y a la devoción. Sobresalen Gil de Siloé y Alejo de Vahia, pero yo voy a quedarme con una pieza anónima: la cabeza, en mármol, de un paje de la época en la que el desconocido autor quiso representar sin duda el espíritu del Renacimiento y las aspiraciones de una sociedad que soñaba, como su Reina, con un Estado y con unos horizontes que ni siquiera habrían podido imaginar Juan II e Isabel de Portugal desde el palomar de Madrigal de las Altas Torres.

Otro día tendré que ir a Valladolid para ver «los esplendores artísticos» de la corte castellana, tercera parte de la exposición. Tengo la seguridad de que echará por tierra las tesis de autores como Corominas sobre la incapacidad de Castilla para la riqueza. Creo que han sido no castellanos los que más han contribuido a levantar falsos esencialismos sobre Castilla y sobre Isabel la Católica.

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