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Utopía e Historia

Como es sabido, Tomás Moro inventó en el siglo XVI la voz «utopía» para designar un mundo ideal en el que los humanos convivían en paz y orden y eran básicamente iguales. Inició así un género literario y político que ha tenido una fuerte influencia en Occidente y que ha derivado, a veces, en la práctica histórica, en experimentos reales con consecuencias bastante opuestas a la intención de sus iniciadores. Cuando se ha pasado de la utopía literaria a la utopía política, la trágica realidad ha demostrado que la condición humana reviste una mayor complejidad de la que los apóstoles utópicos de buena voluntad habían creído.

La ciudad ideal se convertía en gulags o en comunidades totalitarias que acababan ahogando toda libre iniciativa individual y los más elementales deseos de sus miembros. Tales fueron históricamente los resultados de las comunas utópicas establecidas en América a lo largo del siglo XIX (las colonias de emigrantes europeos que profesaban credos saint-simonianos, owenitas, cabetianos, etc.), o las terribles dictaduras comunistas que hemos vivido en el siglo XX (Unión Soviética, China, Camboya, etc.). De manera que la utopía entendida como «eutopía» (eu equivalente a bueno, idea de un mundo bueno y feliz) ha ido convirtiéndose en la mente y el vocabulario de los occidentales de la segunda mitad del siglo XX en «distopía» (dus como equivalente a malo, a la representación de estados o sociedades degradadas, despóticas o totalitarias).

«Utopía y desencanto» es el título de un libro de Claudio Magris, donde se recoge el apotegma de que «lo malo de las utopías es cuando precisamente se realizan»; sólo en el territorio de la ensoñación, en los lindes de la ficción, en las fronteras del ensayo político en donde nació como género híbrido, pero ya maduro, cabe este particular sueño de una humanidad feliz que ha logrado detener el flujo de la Historia, de sus cambios y de sus incertidumbres, de sus azarosas e injustas consecuencias como muchas veces son percibidas por los seres humanos.

Pero la pulsión utópica, la incorporación de lo que podemos llamar ideas-eje utópicas (la felicidad humana, la igualdad de todos, la convivencia pacífica), responde sin embargo a algunos de los mejores impulsos que se pueden encontrar en la naturaleza humana. Y son totalmente irrenunciables. Por ello, habría que distinguir siempre entre utopía como género político y literario del que estamos hablando y lo que podemos llamar pensamiento imaginario, absolutamente imprescindible para los seres humanos, característica básica que ha hecho evolucionar la historia.

Steiner, en bella frase, señalaba que «el hombre es el único ser capaz de decir no a la realidad», capaz de «levantar falsos», en el sentido -a diferencia del resto de los animales- de poder imaginar una alternativa a lo ya dado; capaz por tanto de crear realidades nuevas, a partir de esa visión imaginativa y proyectiva de «mundos que no son de este mundo», a partir de ser capaz de imaginar un futuro más allá del presente inmediato y de aprender de las experiencias del pasado. Pues si la razón es necesaria y primordial, no es suficiente; la historia humana muestra que es la esperanza la que da sentido a nuestras vidas (aquello que decía Nietzsche de que se podía soportar cualquier cómo si se tenía un por qué). Porque ensoñamos podemos resistir, de manera que actitud racional y ensoñación no sólo no estarían contrapuestos, sino que son complementarios.

Esa capacidad de imaginar mundos posibles es la que Díez del Corral definía como «una cuarta dimensión de la realidad cotidiana». Algo imprescindible. La paradoja es que de esa pulsión positiva que posee la especie, que posee cada individuo en particular, al proyectarla sobre la colectividad en bloque se transforma en la negación de la propia individualidad y humanidad.

Por todo ello, la historia de la utopía es una historia que abarca en Occidente desde los propios griegos, desde el comienzo de nuestra civilización, aunque el nombre definitivo lo diera Moro. Una historia que ha pasado por diversas vicisitudes: desde Platón y la llamada «izquierda estoica» de la época romana, a los movimientos milenaristas y mesiánicos medievales; desde las «utopías de evasión» de los comienzos renacentistas (mundo pastoril, mundo caballeresco del propio Don Quijote) a las «utopías de reconstrucción» (a las proyectadas sobre el descubrimiento de América y a las posteriores socialistas desde finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX).

Moro y Maquiavelo, coetáneos, dieron nombre -en esa explosión de lo nuevo que fue el Renacimiento- a dos corrientes siempre presentes en el pensamiento y en la historia humana, aparentemente antitéticas pero con el mismo sustrato: la política de la comunidad y la política del poder, la difícil articulación entre el individuo y la colectividad, y entre esta y la organización y monopolio de la fuerza.

Por ello, muy tempranamente también -desde luego a partir del siglo XVIII, Swift por ejemplo- a las utopías se les contrapone de distintas formas las distopías que denuncian «la felicidad por obligación», «la planificación de la libertad», los caracteres de dirigismo, de uniformización, de exclusión para toda disidencia que adopta la literatura y la práctica utópica. De la utopía originaria a la distopía orwelliana, pasando por London, Wells, Huxley, Capek, Orwell, se ha recorrido un largo camino. La paradoja sigue siendo cómo desde la fuerza individualista y optimista de la que nació y nace la utopía se llega en la práctica histórica y realista a la propia negación del individuo. El reto continúa.

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