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Nos Odian

Las encuestas demoscópicas quizá sean, como pretenden sus promotores, un espejo de la sociedad. Repescado del Callejón del Gato, habría que añadir. Las encuestas devuelven una imagen favorecedora de la población encuestada, que aprovecha la oportunidad que se le ofrece para contemplarse despojada de adiposidades y flacideces, exonerada de arrugas, redimida de alopecias y celulitis. Si a uno lo asaltan en la calle para preguntarle, pongo por caso, «¿Usted le sacude coscorrones a sus hijos?», es natural que responda negativamente, aunque cultive tan bárbaro método reprensor; pues a nadie le gusta que le hurguen en las recámaras donde esconde sus bajezas. Salvo que el interrogado sea, claro está, un exhibicionista que disfruta alardeando de sus lacras. Esas encuestas sobre hábitos de lectura de los españoles en las que se concluye que la mitad de la población desdeña la letra impresa no resultan tan pavorosas por los resultados desalentadores que ofrecen como por la realidad oculta que sugieren: pues ese abultado porcentaje de españoles que confiesa no leer no lo componen quienes se muestran indiferentes a los libros, sino sus aborrecedores más chulescos; además de ellos, existe otro porcentaje de personas que, aunque no posen la mirada sobre un libro, aún se avergüenzan de ello y mienten, temerosas de ingresar en las hordas de la burricie.

Una encuesta recién realizada entre marroquíes depara unos resultados espeluznantes. Un cuarenta y cinco por ciento expresa una opinión favorable de Osama bin Laden; el porcentaje se eleva hasta el sesenta por ciento cuando se les pregunta si consideran justificados los ataques suicidas con bombas contra objetivos occidentales, y hasta el setenta y tres por ciento cuando se trata de declarar sin ambages su rechazo hacia los cristianos. Podría objetarse que la muestra de población encuestada -apenas mil personas- no basta para representar fielmente al pueblo marroquí; pero nadie nos asegura que, si dicha muestra se ampliara, los porcentajes no podrían resultar aún más escandalosos. Por otro lado, nadie discutirá que entre esos mil marroquíes encuestados habrá muchos que oculten sus opiniones aviesas por hipocresía, sonrojo o mero hastío. La única conclusión que dicha encuesta permite extraer es de un laconismo aterrador: nos odian. Así de simple y así de claro.

La charlatanería ambiental ha desplegado monsergas inspiradas por un loable espíritu conciliador, pero angelicalmente distanciadas de la realidad. Se insiste en deslindar la aversión que merecen unos pocos extremistas fanáticos del respeto debido a una mayoría musulmana pacífica, etcétera, etcétera. ¿De qué mayoría estamos hablando? ¿De ese setenta y tres por ciento que confiesa sin ambages su rechazo hacia los cristianos (y entiendo que aquí «cristiano» significa «occidental»)? Algunos pensarán -o preferirán pensar, para seguir disfrutando de los réditos que les proporciona la contemporización- que este artículo peca de alarmismo; coincidirán con quienes se empeñan en reflejar la realidad ante un espejo embellecedor. Pero este artículo sólo pretende señalar que existe un odio atávico -y no circunscrito a cuatro fanáticos aislados- que aspira a destruir los principios sobre los que se organiza nuestra sociedad, a la vez que se aprovecha de sus ventajas. No hace falta que las encuestas lo ratifiquen; basta con que nos desprendamos las anteojeras de la corrección política y dejemos de mortificarnos con los cilicios de la mala conciencia. Nos odian. Y el odio es la más eficaz arma de destrucción masiva ideada por el hombre. La protección contra ella no consiste en pronunciar pánfilas declaraciones de hermandad.

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