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Rumore, Rumore

«Cuando el río suena, agua lleva», reza el refrán, consagrando la veracidad del rumor. Siempre he desconfiado de los refranes (por eso nunca los uso cuando escribo), que fosilizan el idioma y elevan la llamada «sabiduría popular» al rango de veredicto inapelable. Pero, con frecuencia, lo que nebulosamente denominamos «sabiduría popular» no es sino expresión de una cazurrería maliciosa, reservona y fatalista que empieza enquistándose en las palabras y acaba imponiéndose en la conducta. Así, el refrán citado ofrece al bulo un predicamento que no merece, disculpa a quien lo urde y reconforta o estimula a quien contribuye a su propagación. Al damnificado por el bulo sólo se le ofrecen dos soluciones: o rebelarse contra él (y, entonces, automáticamente, se impondrá otro refrán aciago: «El que se pica, ajos come»), o acatarlo con docilidad (y ya se sabe que «el que calla, otorga»); reacciones ambas que, a la postre, otorgan carta de naturaleza al chisme. Por lo demás, al chismoso se le atribuye siempre un don de presciencia: por muy disparatado o incongruente que sea el bulo que ha pergeñado, presumimos que acabará amoldándose a la verdad. La suerte del calumniado es similar a la de aquella señora retratada por Picasso que le mostró su disgusto al pintor por considerar que el cuadro no se parecía al modelo: «Ya se parecerá», le respondió expeditivamente Picasso. Y al calumniado no le queda otro remedio que cruzarse de brazos, hasta parecerse a la imagen infamante o caricaturesca que el rumor ha incorporado, sobre su imagen real.

Todas estas reflexiones, o quizá ociosas divagaciones, se me ocurrieron la otra noche, al tropezarme en televisión con un programa presentado por Pedro Piqueras, en el que se pasaba revista a algunos de los rumores infundados y por lo general estrambóticos que han hecho fortuna durante los últimos años, intoxicando los medios de comunicación: rellenos de silicona que estallan inopinadamente; enfermedades vergonzantes que se ensañan con cantantes de sexualidad ambigua; desgarros del esfínter anal -el rumor se regodea en los detalles escabrosos o truculentos- en cantantes de sexualidad manifiesta; atribuciones de homosexualidad -el rumor se alimenta de la hipocresía colectiva, que sigue hallando ignominiosas conductas aprobadas o incluso aplaudidas ante la galería- a periodistas más o menos polémicos o desafectos; concubinatos entre actrices y mandatarios de estricta vida conyugal, etcétera. El correo electrónico y la telefonía móvil han favorecido la difusión casi instantánea de estos rumores peregrinos, que hasta hace poco requerían el acopio de voluntades hermanadas en la insidia y la maledicencia; hoy, basta pulsar una tecla para dar pábulo a los más estrafalarios infundios, gesto que el destinatario (y a la vez remitente) de los mismos realiza por acto reflejo, antes incluso de detenerse a examinar su verosimilitud. Así la propagación del rumor, despojada de connotaciones culpables (ha dejado de ser un acto consciente), se transforma en una broma de efectos tan demoledores como los de un virus informático.

En el programa de Pedro Piqueras se entrevistaba a algunos damnificados por esta nueva modalidad de rumor instantáneo. Convalecientes aún del estupor que les produjo protagonizar episodios tan rocambolescos, los entrevistados no se atrevieron a decir que estos infundios no suele urdirlos un odiador distante y fantasmagórico, sino alguien que tenemos muy cerca, un amigo que hacemos depositario de nuestras tribulaciones, un confidente, un cómplice, un hermano. Hablar del rumor exige, a la postre, descender a las letrinas de la naturaleza humana.

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