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El panorama navideño

El posmoderno panorama navideño español es muy variado, interesante en su complejidad y hasta divertido, aunque podría dejar de serlo. Para un espectador independiente sobran cosas de actualidad que comentar, pero casi ninguna para celebrar, a no ser el éxito obtenido en Europa donde, dígase lo que se quiera, España ha actuado por una vez sin el famoso complejo de inferioridad. O la unidad política de Europa se consigue respetando la ley del equilibrio europeo —éste es el problema central — o fracasará. Y, dicho crudamente, si no hay remedio, para España sería mejor o menos malo políticamente ser una colonia de Norteamérica que de cualquiera de los mediocres, decadentes y escasamente democráticos — hay varias formas de democracia, algunas espurias — poderes europeos.

En el interior, salvo la economía aunque tiene los pies de barro, ante todo llama la atención la fastuosamente mediocre renovación-celebración propagandística ritual por la clase política —a la única que le importa — del mito de la Constitución — que algunos llaman «la Nicolasa» por el día de la celebración — , sacralizada, incluso con fiesta de guardar, caso probablemente único, a pesar de que casi todos quieren reformarla por diversos motivos o con diferentes propósitos. Si se dice la verdad, al cumplir los veinticinco está fracasando estrepitosamente: sin ir más lejos, ¿no inventó y consagró gratuitamente la Constitución lo de las «nacionalidades» abriendo (¿atolondradamente?) la posibilidad de que España se despedace?

Otros síes son: el auge a derecha e izquierda de la idea republicana por diversas circunstancias, dos de ellas muy principales ante las que se prefiere cerrar los ojos; la absurda, paulatina e irresponsable destrucción del ejército —la fuerza del Estado — , que alienta a los separatismos: no se trataría en este caso de que el ejército intervenga militarmente (hay que decir lo de militarmente, o sea, con contundencia, para que no se piense que sólo humanitariamente), sino de que exista; los separatistas y otros indudablemente cuentan con ello, lo que hace casi imposible al mismo tiempo una política exterior vigorosa en relación con los enemigos políticos externos de España, que, como las meigas, haylos y son conocidos. Menos penoso y más divertido resulta el espectáculo del regreso a la infancia uterina del partido socialista cuya implosión es previsible, pues no se perdería nada en vista de su nulo sentido de la política y el Estado y de su insistente, ostensible, obsesivo y cínico menosprecio de los intereses nacionales a cambio de chupetes y platos de lentejas. No lo son tanto las continuadas aberraciones de la autoridad judicial degradada en poder, unidas a la creciente pérdida del sentido del Derecho, cuyo último ejemplo flagrante ha sido lo de los carnets de conducir, aunque hay muchas cosas más y peores: ¿quién cree hoy en el Derecho si no es Derecho del más fuerte como lo demuestra el «plante» de la oposición en el Congreso? Etc.

Lo más grave es empero la erosión de la moral colectiva e individual y, con ella, la de la conciencia de patria y nación: la antipolítica clase política compuesta en su mayoría de ganapanes según se está viendo, ha creado una sociedad ni siquiera inmoral —lo inmoral presupone lo moral — sino amoral mediante la persecución sutil de la verdad y la subversión de todos los principios; así, el valor se ha transformado en vicio y la cobardía en virtud. Únese a todo ello la degradación de la cultura — la de la enseñanza en sus distintos niveles contribuye poderosamente a la pavorosa apatía y el nihilismo de la juventud — y la sistemática falsificación de la realidad fomentada por la gentecilla de distintos pelajes en el poder. En fin, el poder y el dinero — sobre todo el dinero — resultan ser los únicos principios de legitimidad, y el inevitable conformismo generalizado de la sociedad sumida en la impotencia, desorientada e insegura, se refleja en la falta de optimismo y confianza que la hace renunciar a reproducirse.

Podría resumirse todo ello en la nula ejemplaridad, bien visible, de las clases dirigentes. Para recobrar la vitalidad perdida se necesitan nuevas minorías capaces de superar sine ira et studio el nihilismo.

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