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El consentimiento continuo

El gran sociólogo del siglo XIX Lorenz von Stein rectificó, si mucho éxito, la creencia de que la revolución francesa había sustituido la soberanía del monarca por la soberanía del pueblo: no se trata de la soberanía del pueblo sino de la soberanía de la sociedad; la sociedad es desde entonces el verdadero soberano aunque se sigue hablando del pueblo. El pueblo era el conjunto de las familias representadas por el despotés, el jefe de familia, no, como la sociedad, un conjunto de individuos todos iguales y libres.

El contractualismo político no sólo transformó a la larga el sentido de la temporalidad al sustituir el tiempo que daba firmeza a las relaciones por el consentimiento continuo, sino que arruina los vínculos interindividuales; pues, del mismo modo que sustituyó al gobierno —que en la edad moderna era fundamentalmente monárquico — por el Estado, sustituyó también al pueblo por la sociedad. Y parejamente a la reducción de la temporalidad al instante, se empezó a instaurar la actitud de consentir continuamente.

En nuestro tiempo, la tendencia dominante consiste ya en que no existe para nadie una obligación legítima si previamente no ha prestado su asentimiento, y, por ende, para el individuo tampoco existe más lazo o vínculo legítimo que aquel en el que haya consentido expresamente. Si se retira el asentimiento o el consentimiento por cualquier circunstancia o con cualquier argumento se considera legítimo deshacer la obligación contraída o el lazo creado. Los vínculos sociales devienen fugaces e inestables.

De ahí la crisis de la autoridad: políticamente, la obediencia a la autoridad no necesita ser expresa, basta que sea pasiva, pero así se dificulta o hace imposible la tarea de mandar; la crisis de los lazos sociales y con ello de lo público y el predominio de lo privado; la relajación de lazos que desde un punto de vista social necesitar ser estables, como los que atan a la familia; en definitiva, la crisis de las instituciones, que al fijar papeles sociales ayudan a la permanencia y a la estabilidad de la vida en común. Así pues, a la larga el contractualismo disuelve la vida en común al resquebrajar todos los lazos —de ahí la necesidad que ven tantos sociólogos y psicólogos de conseguir la «comunicación» existencial — y hace regresar la vida social a una especie de estado de naturaleza en el que la relación-amigo enemigo, el presupuesto propiamente político de la política, se manifiesta en una enemistad generalizada, en una lucha de todos contra todos al esgrimir cada uno su derecho natural como voluntad de poder.

En resumen, el contractualismo -no por cierto la economía, a la que se suelen achacar todos estos males, pero en realidad funciona de acuerdo con las pautas del moderno contractualismo- destruye la confianza sin la que no es posible la vida social o común. Y para restaurarla formalmente, lo Político, el Estado, degrada con ayuda de la técnica a la política y al mismo Estado en estatismo produciendo masas de leyes y reglamentos de todo tipo, animado por la idea de que es posible crear lazos sociales mediante la Legislación. Pues, además, el contractualismo ha creado el mito del Estado de Derecho al ser por definición el Estado, uno de los dos grandes productos del contractualismo —el otro es la sociedad — , todo Estado, Estado de Derecho, un «constructo» jurídico, y se espera que, organizada jurídicamente la sociedad — lo mismo que el Estado — , se establezcan o restablezcan el orden y la paz sociales definitivos. Sin embargo, lo que hace el estatismo es agudizar la demanda de derechos y la lucha por derechos y, como reacción, el anhelo de paz a cualquier precio.

Resulta así que la democracia, en la que todos son iguales y todos, individuos y grupos de individuos, reivindican sin cesar sus derechos (subjetivos), se convierte en una forma de régimen —en la medida en que lo mantiene artificiosamente el estatismo — , que reproduce el estado de naturaleza que constituye el origen del contractualismo político. De ahí que doctrinarios y científicos sociales presos del espíritu contractualista reiteren una y otra vez la necesidad de un nuevo contrato social como si no bastase el existente.

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