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La transformación de la temporalidad

La época moderna, en la que la politización empezó a sustituir a la religión mediante la secularización de los conceptos religiosos, y la contemporánea, en la que alcanzó su punto álgido al transmutarse la secularización en secularismo, han vivido bajo la tiranía del contractualismo político. La llamada postmodernidad, que en realidad es su cumplimiento, puede ser también su final. El contractualismo del siglo XVII —Hobbes y Locke con el antecedente del español Francisco Suárez, aunque este último dependía de otros supuestos — reavigorado en el XVIII por Rousseau, parece haber llegado a sus últimas consecuencias con la transformación de la idea de tiempo, devenida una sucesión de instantes distintos entre sí.

El presupuesto y la condición del contractualismo, aparentemente pero sólo aparentemente una continuación del pactismo medieval, es la teoría del consentimiento, que descansa a su vez en el voluntarismo de origen medieval (Duns Scoto, Occam), pues todo consentimiento implica un acto de voluntad que transforma a quien consiente. Según aquella teoría, para ser verdaderamente humano el individuo ha de actuar siempre y en cada momento voluntariamente, es decir, consintiendo en cada caso y circunstancia. Como dijo Sartre, el hombre está condenado a ser libre.

De esta manera, el ejercicio de la libertad representa siempre algo nuevo independiente del pasado, y las novedades han llegado a ser así en nuestro tiempo, como decía H. Blumenberg, el equivalente de la libertad; el auge de la moda, bastante monótona por cierto, es un reflejo de esta tendencia del espíritu moderno. Aplicado el voluntarismo contractualista según lo que llamaba irónicamente Nietzsche «el punto de vista histórico» —otra secuela del contractualismo — a la vida de las generaciones, significa que la posterior es siempre más libre y por ende mejor que todas las anteriores — de ahí el «progresismo» — de las que puede prescindir olímpicamente; idea que, es justo recordarlo, criticara ya el gran historiador Ranke enfrentándose a Hegel a mediados del siglo XIX.

Antes de la modernidad, el tiempo se sobreentendía en el contexto de la eternidad. La promesa, mejor si la sellaba un juramento —una invocación poniendo por testigo lo sagrado — , se refería a que pasara lo que pasara se cumpliría lo prometido; por ejemplo, el matrimonio era — no «valía» — para toda la vida o la palabra dada — la palabra de honor — considerada inquebrantable, bastaba para consolidar un acuerdo de cualquier tipo. El tiempo era una especie de fracción de la eternidad en el caso concreto.

El contractualismo supone en cambio, por una parte, una interrupción en la temporalidad propia del ficticio Estado de Naturaleza introduciendo ella un cambio cualitativo por la libérrima voluntad de los individuos, creadores de la nueva temporalidad que sigue al acto fundacional; por otra, presupone individuos cuya voluntad individual puede crear derecho en cada momento —la voluntad propia es la ley — . Fue así como el Derecho, cuyo concepto pertenece al orden relacional (Derecho de relaciones), pasó a ser un producto del derecho subjetivo, de cada individuo, creador de nuevas situaciones (Derecho de situaciones, a la larga la Legislación) mediante la representación (un tema fundamental). Eso produjo poco a poco la mentalidad de que sólo lo nuevo vale — lo nuevo, las novedades son valores por el hecho de serlo, independientemente de su verdad — y que únicamente es derecho lo que cada uno considera derecho; con lo cual no sólo se debilitó el Derecho al debilitarse la conciencia del Derecho como algo objetivo, independiente de la voluntad, sino que al perder su fijeza, para dar seguridad ha de ser apuntalado mediante la producción de leyes, reglamentaciones cada vez más detallistas y la coacción sin buena conciencia que se disimula con excepciones o, por ejemplo, en lo penal, con la minusvaloración de la pena. La misma abolición de la pena de muerte no constituye una consecuencia lógica, de que siendo lo decisivo la eternidad hay que dar nuevas oportunidades, sino de que la temporalidad se vincula a la circunstancia y al instante

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