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Vicios Privados

Mandeville argumentó en su Fábula de las abejas que los vicios privados podían ser públicas virtudes. Así puede suceder en el mundo de los medios de comunicación. Lo que a un ciudadano común le haría acreedor al calificativo de chismoso o metomentodo puede convertir a otro en un sagaz e implacable periodista. Si alguien bucea en lo más escabroso de la conducta ajena es un malintencionado o un morboso. En un hombre de los «medios» eso sería pura virtud profesional: arte de investigación. Se puede dar el caso de un cotilla, sensacionalista o persistente husmeador de cloacas, disfrazado de servidor público. Y, ciertamente, el descubrimiento del mal constituye una contribución al bien. Pero hay casos de megalomanía que traspasan la frontera de lo ridículo. Es sólo una minoría, pero no, ciertamente, silenciosa. Con aires inflados de pavo real no dudan en hacer caja en el nombre de la salvación de un mundo cuya maldad necesitan. Lo más insoportable de todo es quizá ese aire de «mesianismo linotípico» que parece pretender que la realidad sucede para que ellos la cuenten y el mundo existe para que ellos lo salven. No se conforman con ser notarios o testigos. Aspiran a ser, a la vez, policía, fiscal, juez y verdugo. Sus dos más íntimas obsesiones son escandalizar y halagar al lector, oyente o espectador. Son dos caras de la misma moneda: primero se escandaliza, inventando, exagerando o seleccionando lo que interesa y omitiendo lo que no o los matices impertinentes, y después se halaga al escandalizado, diciendo lo que se presume que desea escuchar. Ante todo, hay que evitar que el lector piense por sí mismo. A lo peor, cambia de medio. Ya no se trata de dar noticias o de opinar sobre ellas sino de ser noticia. ¿Acaso no es el medio el mensaje? Lo que no está en el medio no está en el mundo. Y, lo que acaso es peor, lo que está en el medio, está necesariamente en el mundo. Ya se sabe, que hablen de uno aunque sea bien. De espejo que refleja la realidad, el medio ha de pasar a ser la realidad misma.

LA cosa es antigua, pero acaso se extremó con el Watergate. Lo malo no fue ese caso que, sin duda, ennobleció a la profesión periodística. Lo malo son las imitaciones espurias. La misión de la Prensa dejó de ser contar lo que pasa, analizarlo y valorarlo, para convertirse en oposición política y medio de derribar Gobiernos. Y se inventó la idea del «contrapoder». Entre la Prensa ideológica, incluso la sesgada y partidista, y la Prensa inflada y perdonavidas, carente de ideas, la elección es clara. En realidad, la asunción de unos principios y valores no sólo no es un mal sino que constituye, como advirtió Tocqueville, algo natural en los periódicos. Se diría que alguno anda empeñado en hacer que no sea una broma la humorada del personaje de la película de Billy Wilder: «No le digas a mi madre que soy periodista; dile que regento un burdel».

Insisto: es sólo una minoría; acaso no más que un invento de mi imaginación. Aunque la distinción entre unos y otros es nítida como una luminosa mañana de verano, se empeñan no en borrar las diferencias sino en mostrar que los otros son torpes o están vendidos a algún poder. Ellos son la sal de la tierra, la luz en lo alto del candelero, la levadura que fermentará un mañana mejor. Y, mientras llegan tiempos mejores para la humanidad y peores para ellos, se contentan con vender que, a la postre, es de lo que se trata. Claro que, hay medios y medios, en los dos sentidos de la palabra. Nada de lo que antecede va por nadie en particular. Es sólo por si acaso. Un ejercicio de estilo.

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