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Halloween

Año tras año, se extiende entre los españoles —sobre todo entre los niños, pues de siempre los corruptores han preferido sembrar su veneno en quienes le prestan el abono de la ingenuidad— la celebración mentecata del Halloween. Habrá quien piense que mi rechazo a esta patochada revela un talante retrógrado o inmovilista; habrá quien considere que los vituperios me los dicta un resabio de integrismo que no acepta la profanación de ciertas festividades católicas. Las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan saben que mi intención es otra. Nunca me ha sido del todo simpático ese momento que el calendario cristiano dedica, al filo de un noviembre recién estrenado, a sus muertos; a fin de cuentas, Jesucristo no vino a fundar un culto funerario («Dejad que los muertos entierren a los muertos»), sino una religión que restaba dramatismo a ese tránsito, convirtiéndolo en un mero trámite o antesala de una dicha que empequeñece todas las dichas terrenales. Pero en las visitas a los cementerios y demás ritos propios de estas fechas percibo a veces un regodeo en el dolor que es extraño a la tradición cristiana, una propensión plañidera o luctuosa que no se concilia demasiado bien con una concepción esperanzada y promisoria de ultratumba. Antes que llorando ante sus sepulcros, prefiero honrar a mis muertos escuchando su respiración amiga que no me abandona.

La patochada de Halloween no me parece, pues, una prática sacrílega o irreverente; le falta categoría para ello. Mucho menos -pese a lo que propugna cierta antropología de sainete- una subsistencia o infiltración del paganismo ancestral que se rebela contra las imposiciones del calendario cristiano. Aceptemos que la patochada de Halloween tenga su origen remoto en el folclore celta que los inmigrantes irlandeses introdujeron en los Estados Unidos; su derivación actual, sin embargo, no admite explicaciones tan elaboradas y pretenciosas. La patochada de Halloween, tal y como se exporta desde allende el Atlántico, es una expresión de colonialismo hortera, al estilo de esas franquicias del fast food desde las que se conspira para que nuestros hijos padezcan obesidad crónica. Y, como todas las modas yanquis, la patochada de Halloween no puede entenderse completamente sin su trasfondo de consumismo compulsivo y su aderezo grimoso e infantiloide. El folclore autóctono ya incluye sobradas oportunidades para la carnavalada y la expansión festiva; convertir a nuestros hijos en zascandiles del tío Sam no me parece el mejor modo de educarlos.

A la postre, la aceptación de intrusiones tan ajenas a nuestras tradiciones no revela un talante social favorable al mestizaje ni parecidas zarandajas. Más bien denota la mentalidad lacayuna de quienes acatan gozosamente ese nuevo orden que concibe el mundo como un arrabal de los Estados Unidos. No me extrañaría, sin embargo, que entre los partidarios de la patochada de Halloween figurasen conspicuos detractores de la política exterior americana; a veces, la fijación antirreligiosa favorece estas paradojas humorísticas. A mí, desde luego, ahuecar una calabaza e iluminarla con una lamparilla se me antoja -en su modesta escala doméstica— un gesto de servilismo tan bochornoso como las lisonjas que Aznar dedica periódicamente al botarate Bush. En estas claudicaciones anecdóticas es donde se demuestra la fragilidad de una cultura dispuesta a ponerse de rodillas ante la apisonadora de quienes pretenden derruirla. Es cierto que el vitalismo de una cultura se demuestra a veces en su capacidad para asimilar elementos de culturas foráneas; en otras, en cambio, ese vitalismo se revela a través de una resistencia granítica. A la patochada de Halloween hay que darle con la puerta en las narices; y a los niños que reclamen disfrazarse de bruja piruja castigarlos sin buñuelos.

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