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Tú Eres Pedro

A los XXV años de la elección de Juan Pablo II la Iglesia sólo puede manifestar agradecimiento al Espíritu Santo por su elección y al Papa por su fidelidad a ser para nosotros la «piedra» de Pedro. Peter Seewald ha dicho con razón que «Juan Pablo II ha sido la piedra del siglo XX». La vocación de Pedro es la de todos los Papas: asumir el carisma de la piedra sobre la que Cristo ha querido edificar su Iglesia. La providencia divina había preparado sabiamente esta piedra que ayudaría a la Iglesia del último cuarto del siglo XX a salir robustecida de cierta crisis de inseguridad, temor y ¿por qué no decirlo? de cierta falta de identidad. Juan Pablo II nos ha introducido en el siglo XXI robustecidos por las certezas que la Iglesia porta desde su origen y que el Concilio Vaticano II ha formulado pastoralmente para los hombres de nuestro tiempo. ¿Quién a lo largo de estos años no ha fortalecido su fe gracias a la roca de Pedro? ¿Quién no ha sentido consolidarse en su corazón las certezas bautismales?

Decía que Dios nos lo había preparado desde su juventud, como se preparan los duros metales, en el crisol de una historia de fe y de sufrimiento que no cesó al llegar a la silla de Pedro. Sufrió la persecución comunista, la clandestinidad de una iglesia de mártires que ha confesado la fe sin miedo a perder la vida, y el enfrentamiento martirial ante los poderes de este mundo que hizo de él un sacerdote, obispo y cardenal servidor de la verdad evangélica. Como el justo, maduró en el sufrimiento y floreció en la verdad. Desde que se sentó en la silla de Pedro hemos visto a un testigo de la caridad de Cristo que puede decir las mismas palabras del Papa Galileo: «A los presbíteros que hay entre vosotros los exhorto yo, presbítero con ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse...». Juan Pablo II no ha escamoteado ninguno de los sufrimientos que vienen de la fe: la ha confesado y proclamado con valentía; la ha servido sin concesiones ni titubeos; la ha vivido con la pasión de quien, como Pedro, sabe que sólo Cristo tiene palabras de vida eterna. Con su permanente y oportuno magisterio sobre todas las cuestiones que afectan al hombre, Juan Pablo II nos ha colocado siempre en el umbral de la eternidad, de la Vida divina, donde el hombre puede respirar el mismo aliento que Dios le insufló al ser creado. Siempre peregrino, haciendo del Papado un servicio a la catolicidad de la Iglesia, ha llevado a todos los hombres la única verdad que conduce a la Vida eterna.

Padre del concilio y sucesor de los dos Papas que lo hicieron, Juan Pablo II ha sabido preservar, como ha hecho la Iglesia en sus momentos decisivos, «la identidad del conjunto como la capacidad de lo viviente para expresarse y representarse de nuevo. Y aquí el actual pontífice ha prestado sin duda una aportación esencial» (cardenal Ratzinger). La solidez de la roca, la ortodoxia católica, no ha impedido al Papa expresar y representar la fe de modo actualísimo, siempre atento al hombre, a quien en su primera encíclica llamó camino de la Iglesia. Sólo los ciegos pueden tildarle de inmovilista. La humanidad de este Papa entrañable y compasivo, su firmeza para denunciar el pecado y acoger al pecador, su capacidad para solidarizarse con los problemas del hombre y del mundo, sus sufrimientos, acogidos como parte de la sede en que ejerce su supremo magisterio -al modo y estilo de la cruz- hacen de él un testigo insuperable de lo humano, camino por el que el Espíritu y la Iglesia, providencialmente, han querido desentrañarnos el ministerio de Pedro. Sobrecoge contemplar el camino de Dios en este hombre frágil que un hermoso día de octubre apareció como el «atleta de Dios» espantando el miedo de los creyentes; conmueve ver el misterio del obispo de Roma crucificado a su dolor, que cumple su oficio fielmente, y que no es otro que el de dar la vida por las ovejas, hasta la última gota, como hizo el gran Pastor del rebaño, Jesucristo. En esta fragilidad y debilidad permanece la piedra de Pedro. Y, desde la cruz, nos engendra cada día a la única certeza que necesitamos para salvarnos: creer en Aquél que ha dado la vida por nosotros, que nos ha rescatado del pecado y de la muerte, y que nos ha dejado, en su Iglesia, el icono de su propia entrega: el Papa. Juan Pablo II ha entendido así su ministerio de Pastor supremo. En plena obediencia a Dios asumió hace veinticinco años el oficio de amor que le ha llevado a dar la vida por la Iglesia. En humilde y gozosa obediencia lo realiza cada día escuchando en su interior la voz del Maestro: ¡Sígueme! Y sólo nos queda decir: gracias, Santo Padre, tú eres Pedro.

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