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Rusia y el Nuevo Orden Mundial

¿Qué pasa en Rusia? O mejor: ¿qué va a pasar a medio plazo? Esperan en este curso elecciones legislativas, en diciembre, y presidenciales, en marzo. Panorama complejo. Guerra no disimulada entre Putin y un sector relevante de la plutocracia. Atentados en y desde Chechenia y temor por la cercana y explosiva Ingusetia. La antigua superpotencia ofrece un perfil bajo ante la opinión pública internacional, incluso cuando se debaten en Naciones Unidas asuntos relevantes para su interés geoestratégico. No es extraño. A día de hoy, Rusia tapona como puede sus grietas internas. Recupera el aliento, casi una generación después del fracaso concluyente de la Unión Soviética. Occidente no sabe cómo enfocar el futuro. Pero conviene al menos rescatar del olvido algunos datos elementales: la actual Federación Rusa sigue siendo el Estado con mayor superficie del mundo, más de 17 millones de kilómetros cuadrados; contiene todavía un centenar de «nacionalidades» distintas, entre una población de 150 millones de habitantes; fuera de sus límites territoriales viven hoy más de 25 millones de rusos. ABC informa puntualmente: el diario «Izvestia» reclama a Putin, cuya reelección en 2004 no se cuestiona, una mayor energía reformista. En las elecciones locales de San Petersburgo la participación es mínima y la candidata oficial, con todo a su favor, no logra ganar en primera vuelta. ¿Alguien comprende el enigma de Rusia?

He aquí la radiografía de un país excepcional, pero triste e infeliz, a disgusto consigo mismo. Impresiones varias. La Plaza Roja de Moscú está cerrada por (eternas) razones de seguridad, mientras los turistas se afanan por ver algo desde el estrecho pasillo que rodea la catedral de San Basilio. En la antigua Petrogrado, un hermoso trampantojo envuelve la realidad ingrata. Cierto es que el «caballero de bronce» (como llama Pushkin a Pedro el Grande, omnipresente) contempla vanidoso la urbe desde la famosa estatua; pero ya sabía Dostoievski que, en el fondo, San Petersburgo es la ciudad más abstracta del mundo. Contraste radical con las provincias somnolientas: industrias abandonadas y edificios que se caen a pedazos, en sentido literal. Mucho, demasiado Lenin. Ni rastro de Stalin o de Brezhnev. De Gorbachov, menos todavía. Renacen los monasterios deslumbrantes en la ribera del Volga, porque la Iglesia ortodoxa da impresión de vitalidad en esta nueva era: monjes y fieles por todas partes, con cierto aire de santería y oráculo milagroso. Siempre, muy cerca pero muy lejos, el paisaje infinito que conduce a la eternidad, sin detenerse nunca en el presente.

Diagnóstico rápido. El primer problema (el principal, según creo) es que Rusia no ha logrado asimilar la explosión territorial. Nostalgia del Imperio, dicen algunos. No hay tal cosa. Nadie habla ya del Pacto de Varsovia ni de los Estados satélites, distintos y lejanos. Tampoco se acuerdan de quienes nunca fueron rusos, aunque duelen las noticias que llegan de Vilnius o de Riga y preocupa seriamente el «status» de Kaliningrado, la Königsberg kantiana. Se dan también por perdidas las repúblicas islámicas, aunque muchos claman contra el despotismo hereditario y cuasifeudal en países como Azerbaiyán, donde un Alíeu sucede sin pudor a otro Alíeu. Algunos aluden al ficticio «alto el fuego» que reina en Nagorny Karabaj, reducto olvidado del cristianismo en Oriente y enclave armenio separado sin compasión de sus hermanos de Ereván. El problema auténtico se hace patente en la realidad de cada día: nadie es capaz de entender por qué hay que enseñar el pasaporte para viajar a Minsk o a Kiev, donde viven la familia y los amigos. ¿Cómo segregar de Rusia a su propia matriz, la Rusia medieval, algo así como nuestra Covadonga? Ambiciones de la élite, antes comunista, ahora nacionalista, piensa la gente común. Pero conviene escuchar otros puntos de vista: el viento sopla en dirección contraria cuando se pregunta en la antigua Galitzia polaca, hoy día parte occidental de Ucrania, muy diferente a la rusificada zona oriental. De nuevo en Moscú: ¿usted concibe a España sin Andalucía?, indaga el interlocutor. En todo caso, he aquí la consecuencia de un fracaso radical: el marxismo ortodoxo intenta explicar cualquier conflicto como expresión de contradicciones económicas. Casi nadie prestó atención en su día a la teoría inteligente de H. Carrère d´Encause, la historiadora francesa: el desafío principal de la Unión Soviética es el nacionalismo irredento. Ahí sigue, planeando sobre el futuro.

Segundo problema. La economía no funciona, el espíritu del capitalismo no arraiga, los contrastes son insoportables: docenas de «limusinas» en Moscú, antesala de la pobreza, poco más allá. Transcribo una noticia de agencia, de este mismo verano: «La madre de un talibán ruso en Guantánamo reza para que siga allí . Su hijo tiene pánico a las cárceles de su país y le asegura en una carta que ni siquiera en un balneario ruso hay el mismo nivel que aquí»: un titular preciso vale más que mil palabras. Falso capitalismo, que desprestigia el buen nombre del sistema ante la complacencia de quienes fueron educados en las áridas doctrinas de Marx y sus acólitos. Allí donde no coinciden, los señores de la guerra son ahora dueños de las empresas soviéticas y plantan cara al poder siempre que no lo controlan. Poco hace o puede hacer una Administración ineficaz, desvertebrada y sin horizonte. Pese a todo, el genio invisible de la libertad inventa mercados nuevos. Comercio más ideas equivale a sociedad abierta. Falta todo por hacer, pero la gente abre tiendas, compra productos y aporta iniciativas culturales. Hay que romper muchos tópicos sobre la naturaleza pasiva del alma eslava. Si el Estado ayuda... Pero no con subvenciones ni dogmas, sino creando un marco jurídico estable y una Administración creíble. Es mucho pedir, en tierras de escepticismo arraigado. Pero es la única solución para consolidar a la clase media y, con ella, el régimen constitucional genuino: puro Aristóteles. Sobran recursos humanos y espacio geográfico. Es cuestión de mentalidad.

Tercer problema. Se llama crisis moral. El «homo sovieticus» ha dejado un rastro indefinido de miseria espiritual en forma de mediocridad, disimulo, frialdad.... No queda orgullo siquiera: en los viejos tiempos, el régimen se jactaba de superar al perverso enemigo americano y Yuri Gagarin y hasta la conmovedora perrita «Laika» fueron tratados como héroes nacionales. Después, sólo desencanto. Recuerde el lector «La música de una vida», estupenda novela de Andrei Makine. Leamos a Raymond Aron, en plena guerra fría: «los pocos soviéticos que he conocido no eran ni escépticos ni creyentes; yo creo que no sabían qué eran, ni siquiera les importaba». O mejor todavía a F. Furet, converso como tantos, en «El pasado de una ilusión»: «el comunismo termina «en una especie de nada», dejando una sociedad convertida en escombros...». Podemos multiplicar los ejemplos, pero no hace falta. Y sin embargo, lejos de cualquier voluntarismo, la Rusia actual ofrece motivos para una proyección optimista. Porque los rusos aman a su patria, su historia y su geografía: eso ya es mucho. Porque el gobierno actual, indefinido en el plano ideológico, hace virtud del pragmatismo y ha logrado arrinconar a los nostálgicos del comunismo vetusto y del peor nacionalismo. Porque Putin ha ganado la confianza de la alta política internacional y resulta ser un gobernante fiable, como percibió muy pronto el propio Aznar. Porque, en definitiva, no existe transición sin trauma ni la verdad se improvisa después de un siglo de mentira institucional.

Convendría enviar de nuevo a Rusia al viajero Kapuscinski, para poner epílogo a «El Imperio». Existe ahora, creo, una Rusia renacida, que sufre por la tragedia del mar de Aral, restaura sin descanso iconos y catedrales, quiere pasar página del mal sueño totalitario. Moscú ya no es la «tercera Roma», pero tampoco la «Roma tártara» como decía Juan Valera. Es la capital de una potencia nuclear, con derecho de veto en el Consejo de Seguridad y un peso geopolítico apenas inferior al tiempo reciente de la diarquía. El nuevo orden mundial, si acaso existe concepto tan hegeliano, necesita más que nunca a Rusia: estable, segura, vertebrada; sobre todo, en paz con su pasado y con un proyecto sugestivo de futuro.

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