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Iglesia-Estado: Relaciones Positivas

Entre los méritos del régimen constitucional instaurado en 1978 figura, sin duda, la superación definitiva de la «cuestión religiosa», que tanto daño produjo en su día a la convivencia entre los españoles. Quedan para el análisis objetivo de la Historia viejas querellas basadas en dogmas y sectarismos, que ya no juegan -por fortuna- ningún papel en la sociedad actual. El Artículo 16 de la Constitución reconoce la libertad religiosa e ideológica y establece, en su apartado tercero, dos reglas esenciales: que «ninguna confesión tendrá carácter estatal» y que los poderes públicos, atendiendo a la realidad social, mantendrán relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones. Un Estado democrático no puede ni debe ser confesional, pero ello no significa que deba desentenderse del fenómeno religioso, ni mucho menos mostrarse hostil. La cooperación es el principio básico. Con todas las confesiones, por supuesto, pero reconociendo la realidad incuestionable del significado histórico, sociológico y cultural del catolicismo en España. No es necesario probar la evidencia. Basta invocar la reciente visita a Madrid del Papa Juan Pablo II o el comienzo del Xacobeo-2004 para hacer patente dicho significado, más allá de laicismos sin sentido.

Los acuerdos Iglesia-Estado, firmados hace veinticinco años, siguen siendo válidos en lo sustancial, porque están inspirados en una fórmula prudente de concordia entre un Estado que estrenaba Constitución y una Iglesia «puesta al día» desde el Vaticano II. En estos tiempos de aniversario, hay quienes padecen el «síndrome de la reforma», que desearían extender a los Acuerdos. Pero conviene tener presente -también aquí- el valor estructural de la estabilidad. La libertad religiosa garantiza sin problemas el derecho fundamental a la práctica y la expresión pública de las propias creencias. Nadie puede seriamente sentirse discriminado por motivos de conciencia. Los hábitos sociales han cambiado mucho y las leyes civiles regulan ciertos aspectos del matrimonio, la familia o el aborto en términos que no siempre responden a las creencias religiosas de los católicos o de los practicantes de otras confesiones. No debe negarse, por cierto, en nombre de resabios anticuados, el derecho de la jerarquía de pronunciarse en voz alta sobre debates de fuerte contenido moral.

La enseñanza de la religión en la escuela pública y la enseñanza privada concertada (de notable arraigo social) ofrecen hoy día un modelo razonable, superadas serias dificultades bajo los gobiernos socialistas. Habría que buscar una solución sensata al problema de los profesores de Religión. Lo mismo cabe decir de la financiación de la Iglesia, aunque nadie ha propuesto un sistema que mejore al que deriva de la asignación voluntaria de los contribuyentes. En fin, la colaboración entre Iglesia y Estado encuentra un ejemplo muy positivo, que merece por ello ser resaltado, en el Plan Nacional de Catedrales.

Bajo el mandato de monseñor Rouco, la Conferencia Episcopal ha sabido entender la exigencia unánime sobre la condena sin matices del terror totalitario y del nacionalismo excluyente. Ninguna justificación moral es admisible en favor de quienes practican la violencia o se benefician de ella en términos políticos. Precisamente por sus raíces profundas en España, la Iglesia conoce la sensibilidad de la sociedad democrática hacia los excesos de un sector del clero. El futuro de la cooperación pasa también por un ejercicio recíproco de comprensión y por la prevalencia de un espíritu constructivo.

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