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La representación política

La representación política es un tema fundamental. Los actuales regímenes más o menos libres dependen de él. Sin embargo, prácticamente no ha sido revisado a fondo, salvo en cuestiones de detalle o secundarias, centradas principalmente en cómo organizar las elecciones, siguiéndose por lo general las doctrinas del siglo XIX. No obstante, parece existir un principio de acuerdo en que su funcionamiento deja mucho que desear en detrimento de la libertad política y, por supuesto, de la democracia.

La representación está ligada al otro gran tema del poder. Este último, prácticamente no fue considerado por los griegos, los descubridores de la política como una posibilidad histórica y fundadores de la política como ciencia, ni por los romanos. Ambos se limitaron a reconocer el hecho del poder. El problema apareció con el cristianismo, surgiendo la doctrina en torno a la representación bien entrada la Edad Media, agudizada por los conflictos internos de la Iglesia, principalmente los relacionados con el conciliarismo —la superioridad del Papa sobre los Concilios o la de los Concilios sobre el Papa — en los siglos XIV y XV.

La Edad Media no tenía dudas sobre el origen del poder: el poder procede de Dios: nihil potestas nisi a Deo (no hay poder a no ser por Dios), dijo San Pablo. Es decir, el poder procede de Dios, el soberano universal. Aunque hay matices, la idea es que Dios le da el poder al pueblo como un todo y el pueblo encomienda su ejercicio al titular del poder político; por eso el pueblo puede resistirle legítimamente cuando no lo ejerce rectamente, según la frase de san Isidoro de Sevilla (s.V), «eres rey si actúas rectamente, si no, no eres rey». El titular del poder representaba así al pueblo como una totalidad, quedando condicionada su posesión a la forma de ejercerlo. La Baja Edad Media conoció ya la representación estamental —de los estamentos del reino: la aristocracia, la Iglesia y el pueblo llano (generalmente la burguesía) — . Uno de los modelos empíricos fue la representación tal como se hacía en las órdenes religiosas, principalmente la de los dominicos. En suma: la idea era que siendo Dios creador el poder supremo, para los asuntos de este mundo le pertenecía al pueblo, que se lo entregaba en una suerte de fideicomiso al rey o a quien ostentase el poder político supremo, que era así la cabeza del cuerpo político.

Esto cambió al aparecer el Estado. Los titulares del poder político, amparados en que la fuerza de la estatalidad les permitía imponerse a cualquier rival interior, empezaron a arrogarse directamente la titularidad del poder por un derecho divino imitando la plenitudo potestatis reconocida al Papa como vicario de Cristo, transformándose en príncipes y monarcas. El derecho divino de los reyes llegó a ser, principalmente en Francia, doctrina indiscutida (aunque en España nunca fue aceptada): los monarcas lo eran por derecho divino, pues se creía y decía que Dios atribuía el poder de reinar a determinadas casas o familias (dinastías). El monarca representaba así a la vez a Dios (representación de arriba hacia abajo) y al pueblo (representación de abajo hacia arriba). Tal fue el fundamento de la Monarquía Absoluta; del Estado Monárquico Absoluto y sus derivados.

La Revolución Francesa negó la doctrina del derecho divino de los reyes y atribuyó la titularidad y ejercicio del poder al pueblo. Pero al cortar la relación del poder con la divinidad, la doctrina de la soberanía popular pone al pueblo como el origen del poder. Así se suscita empero la cuestión de cómo ejercerlo y la de la representación, ahora exclusivamente de abajo arriba con la consecuencia de que el representante, una vez designado por el procedimiento establecido tiene más poder efectivo que el pueblo. Tocqueville escribió irónicamente que con la soberanía popular en lugar de un rey absoluto existían ahora varios centenares, según el número de representantes que se designasen. Y éste sigue siendo en el fondo el problema de la representación: aunque se afirme que el poder es originario y propiedad del pueblo según la doctrina revolucionaria sin embargo, el pueblo queda a merced de sus representantes.

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