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Una divina manera de gobernar

Llevo setenta años de lector del maravilloso libro El Cortesano, de Baltasar Castiglione. El origen de esta tan antigua familiaridad con el gran escritor renacentista fue mi temprana afición a Juan Valera, que me acompañó con su obra entera desde mis años de bachillerato. Por ello le guardo gratitud. He leído siempre este libro en la admirable traducción al español del barcelonés Juan Boscán, amigo de Garcilaso y editor conjunto de las poesías de ambos.

El Cortesano es una larga serie de coloquios sobre el ideal renacentista del Caballero y sobre todo de la Dama. Es un libro precioso sobre la Europa y principalmente la Italia del siglo XVI. Pero hay libros que resultan inesperadamente nuevos y atractivos cuando se los lee desde una perspectiva que no es la primaria y habitual, sino en cierto sentido marginal. La mirada penetrante y perceptiva de Castiglione se fijó en aspectos políticos que pueden parecer marginales y secundarios, pero que atrajeron pronto mi atención. Ya en España inteligible reparé en un pasaje particularmente interesante de El Cortesano.

En su libro III se ocupa de los Reyes Católicos, con especial insistencia en la Reina Isabel, a quien no conoció y que ya había muerto. Y hay en él un párrafo de excepcional interés y lucidez: "Afirman todos los que la conocieron haberse hallado en ella una manera tan divina de gobernar, que casi parecía que solamente su voluntad bastaba por mandamiento, porque cada uno hacía lo que debía sin ningún ruido, y apenas osaba nadie en su propria posada y secretamente hacer cosa de que a ella le pudiese pesar... Y desto nació tenelle los pueblos un estremo acatamiento mezclado con amor y con miedo, el cual está todavía en los corazones de todos tan arraigado, que casi muestran creer que ella desde el cielo los mira, y desde allá los alaba o los reprehende de sus buenas o malas obras, y así con solo su nombre y con las leyes establecidas por ella, se gobiernan aún aquellos reinos de tal manera, que aunque su vida haya fallecido, su autoridad siempre vive, como rueda que movida con gran ímpetu largo rato, después ella misma se vuelve como de suyo por buen espacio, aunque nadie la vuelva más".

¿Divina manera de gobernar? ¿Es esto posible? Y ¿ha sido real a comienzos del siglo XVI? Asombra la lucidez de Castiglione. En estas pocas líneas aparecen una serie de conceptos que compendian toda una teoría del gobierno civilizado que es posible entre los hombres. La autoridad, distinta del mero ejercicio del poder. La ejemplaridad, que impera sobre las conciencias de los que la descubren y acatan. La extraña y necesaria combinación del amor y el miedo, la admiración y el imperio. Pero hay algo más: la vigencia, la acción a distancia, la perpetuación de esa autoridad después de la muerte. Isabel la Católica no existe ya, no puede hacer nada, no ejerce ningún poder real; pero sigue actuando, está presente por su ejemplaridad. Los que fueron sus súbditos, los que siguieron sus orientaciones, no se atreven a discrepar de ellas ahora que no existe ni puede hacer nada.

Creo que Castiglione anticipa de manera espectacular, casi incomprensible en su tiempo, lo que ha llegado a ser un ideal político varios siglos después. De ese sencillo párrafo se podría extraer un tratado de política. En él se describe lo que es la legitimidad. Isabel la Católica tenía un evidente derecho a gobernar. No ya por sus títulos dinásticos, sino por la ejemplaridad de su ejercicio. Por eso su muerte, la terminación de su poder, de su capacidad de acción, de imperio, no afecta a su vigencia. Sigue ejerciendo esa potestad que le fue conferida por su conducta. Sigue teniendo un influjo que va más allá de los posibles medios de coacción. Nadie se atreve a discrepar de las normas de quien ya no puede imponerlas. Ese poder irreal al que se refiere Castiglione es una admirable descripción de la autoridad.

Se podría pensar que se trata de una forma de poder imaginada y elaborada siglos después, por supuesto debida a la democracia, respaldada por la voluntad expresa de los ciudadanos, ejercida desde la libertad de estos. Es asombroso que todo esto aparezca en unas cuantas líneas de un autor del Renacimiento. Esto nos lleva a concluir una importantísima verdad, obstinadamente desconocida y aun negada desde fines del siglo XVIII: la posible existencia de la libertad en cualquier época. No ciertamente a lo largo de toda la historia; más bien solamente en contados lugares y algunas épocas; pero la posibilidad ha sido permanente y se ha actualizado una vez y otra, ante la desatención de los que rara vez han reparado en ella y no la han echado de menos en sus largas y frecuentes ausencias.

Si se contempla la historia de Europa, desde el tiempo de Baltasar Castiglione, la del mundo occidental, que empieza a existir precisamente con él, presenta una figura bien distinta de la habitual. Y al mismo tiempo se advierte la peculiaridad de ese mundo, definido por la presencia o la ausencia de esa manera de ser y de gobernar, que sólo excepcionalmente y en contadas ocasiones se percibe en el resto del mundo.

Esto quiere decir que ha sido un grave error el suponer que la manera realmente humana de gobernar y de ser gobernado está ligada a ciertos cambios surgidos desde la Revolución Francesa, en la cual junto a algunos valiosos descubrimientos, se perdieron no pocas normas de convivencia que habían tenido frecuente existencia en los siglos anteriores.

Es urgente volver los ojos a la historia, con una mirada abierta, dispuesta a reconocer las ganancias y pérdidas de todos los tiempos, y a distinguir las épocas y los países en que ha existido un esfuerzo por conquistar y mantener la libertad, el vivir de una manera organizada digna de personas, eso que los hombres son siempre pero tantas veces olvidan, desconocen, niegan o destruyen.

Urge poner de relieve, reclamar, defender, intentar salvar la condición personal de la vida humana. Bastaría leer con los ojos abiertos esas pocas, aladas líneas, de este libro de Baltasar Castiglione.

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