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El argumento

La vida humana tiene argumento, porque es una realidad dramática, y por eso se puede contar. Nada humano se entiende más que contando una historia. El diccionario da una "definición" de un objeto matemático; una "descripción", de una cosa real, una planta o un animal; de un nombre propio humano, una "biografía", un relato.

En la vida colectiva sucede lo mismo que en la individual, aunque en otra forma. Ha habido una época, por fortuna ya pasada salvo para algunas mentes arcaicas, en que se hacía una historia con datos, hechos, estadísticas, sin narración ni nombres propios. A lo sumo, materiales para una historia que no se hacía.

Los países tienen argumento; consisten en proyectos, que por supuesto van variando, porque son estructuras dramáticas, orientadas hacia el porvenir, que es lo que los atrae, los orienta, los constituye como realidades vivas. El pasado es decisivo porque es el punto de partida necesario, aquello de donde se viene, en que se puede apoyar el impulso hacia el futuro, el mínimo de seguridad que requiere la vida. Es lo que permite la continuidad, que es lo contrario del "continuismo": la necesidad de continuar, de seguir hacia adelante.

Un pasado largo y coherente, que se ha ido acumulando durante siglos, acaso milenios, es la mayor riqueza de la vida colectiva, lo que da consistencia y espesor a un pueblo. Esto se olvida con frecuencia, y no se "distingue" de países, englobados en una rúbrica común. No se trata de desestimar a los más recientes o fragmentarios, sino de ponerlos en el lugar que corresponde a lo que son. Nunca me cansaré de repetir que la realidad es lo más respetable de este mundo. Decía Ranke que todas las épocas están a la misma distancia de Dios; podría decirse algo semejante de los países, pero no constituyen una masa amorfa, sino que se diversifican por sus argumentos, y por ese mayor argumento que ha tratado de descubrir la historia universal. El acierto de esta empresa ha sido muy desigual, y con frecuencia escaso, porque los métodos han solido ser deficientes, precisamente por no haber tenido presente esa condición argumental.

Es lo que echo de menos en el mundo actual, en todas las organizaciones internacionales. Cada vez que hay una reunión de gobernantes y expertos, busco alguna huella de esta preocupación que sería la condición de una posible eficacia. Se manejan hechos, datos, estadísticas. Todo eso es importante: son los "recursos" de que se puede disponer o que se necesitan. ¿Para qué? Para los "proyectos". De esto no se habla, apenas se piensa en ellos; y son, deberían ser, la única justificación de lo demás.

Esto se aplica a la vida de cada uno de los países, a la ordenación de la vida colectiva. Creo que en ello influye la presencia de esos conjuntos internacionales y el uso del confuso concepto de "globalización", válido si se quiere decir que todo el mundo está en presencia y hay que contar con él, falso si se lo entiende como la existencia de un mundo "uno", ocultando el hecho de que hay varios, profundamente distintos y no demasiado inteligibles.

Hay una angustiosa escasez de proyectos. Muy escasos países tienen un argumento expreso, claro, entendido y compartido por los individuos. Tengo una experiencia bastante larga, y se puede comprobar el descenso de la visión argumental en lugares en los que hace medio siglo era mucho mayor. Escribí dos libros sobre los Estados Unidos: "Los Estados Unidos en escorzo" y "Análisis de los Estados Unidos". El primero, en los años iniciales del decenio de 1950; el segundo, en 1968. Fueron publicados juntos en inglés con el título "América in the Fifties and Sixties".

Casi todo lo dicho en el más antiguo seguía siendo válido después, pero había cosas nuevas, y la más saliente era una vacilación respecto al argumento del país y sus posibles trayectorias. En 1968 escribí "Israel: una resurrección". Lancé una mirada sobre lo que podría ser el nuevo país, sobre la diferencia entre los judíos como fermento en países ajenos y lo que tendría que ser un "país judío". Creo que los cambios argumentales desde entonces son evidentes.

Si aplicamos este punto de vista a la actualidad, en cualquier país, si consideramos el panorama político de este fin de siglo, salta a la vista la crisis de los argumentos. Se habla de recursos; se atiende, con razón, a los aspectos económicos, porque en ellos se sustenta la vida y proporcionan las posibilidades; pero con ello no se ha hecho más que empezar. Es curiosa la falta de atención a esa dimensión importante y necesaria: son muchos los que no aprecian el éxito económico, los que miran con buenos ojos los métodos o equipos que han llevado al fracaso, a la escasez, a las dificultades. Parece absurdo e injusto, pero es explicable, sobre todo si se usa eso que es ahora absolutamente posible: la manipulación de las sociedades por la propaganda, sea el deporte, unos funerales o hasta un eclipse.

El fondo de la cuestión es que la política no se puede limitar a los recursos, sino que, partiendo de ellos, tiene que indagar los argumentos. Es lo único en que "consiste" la vida de una persona o la historia de un país. Es lo único que puede ilusionar de manera positiva.

Y digo esto porque hay otra posibilidad de movilización de multitudes; la fanatización, el negativismo, la voluntad de destrucción. Hay grupos humanos, que pueden ser enormes, definidos por la voluntad de destruir algo. Se caracterizan por la ausencia de todo proyecto o argumento; lo que ocupa su lugar es la actitud de estar "en contra". Y si se mira bien, se encuentra que lo que más suscita la hostilidad es los proyectos, el confiar en que la vida puede tener argumento, no digamos si este es atractivo.

Este es el meollo de la cuestión. A veces, los que en principio tienen una visión argumental de la realidad apenas lo ven, no se atreven a decirlo, no tienen la capacidad de comprender en qué consiste -quiero decir, va consistiendo- el argumento del país de que se trata. Se produce un contagio de la actitud negativa, despersonalizadora, invade una extraña atonía para lo que podría ser eficaz.

Esta es una situación casi universal, factor decisivo de esa incipiente decadencia que me parece aterradora y que todavía confío en que sea evitable. Pero se ha dicho, con razón: mal de muchos, consuelo de tontos.

Cada país tiene que auscultar su realidad, descubrir su argumento, oculto por una espesa capa de olvidos, falsificaciones, lugares comunes, negación del carácter humano del hombre. Partes considerables de la humanidad están dedicadas a esta siniestra empresa, con resultados excelentes en muchos países y durante largos periodos.

Y ese argumento, el de cada sociedad efectiva, en su integridad y complejidad, tiene que ser expresado, mostrado, con talento y belleza, de manera que se pueda encender en las personas el deseo, el afán, la decisión de realizarlo y tratar de ser lo que en el fondo, y casi sin saberlo, pretenden ser.

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