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Otro centenario: Enrique Lafuente Ferrari

Temo que en la evocación de los centenarios de los españoles nacidos en 1898 haya notorias desigualdades, y acaso olvidos. Yo no puedo caer en error al recordar a uno de los más ilustres: Enrique Lafuente Ferrari (1898-1985).

Mi amistad con él nació en 1933 y se prolongó, de manera creciente, hasta su muerte. Nos conocimos a bordo del «Ciudad de Cádiz», en aquel famoso Crucero universitario dirigido por don Manuel García Morente, decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, que nos llevó a estudiantes y profesores en torno al Mediterráneo. Yo era estudiante de diecinueve años -los cumplí en Túnez- y Lafuente era un joven profesor auxiliar de Historia del Arte. Nos dio una de las conferencias que a bordo nos iban ilustrando sobre lo que íbamos a ver, y nos sorprendió su saber, precisión y rigor; lo felicitamos por ello y nos dijo, con modesto orgullo irónico: «Es que yo he estudiado Filosofía». Así era, y siempre se lo advirtió en su docencia y en su obra escrita.

La sociedad española no fue generosa con Lafuente. No fue catedrático de Universidad (aunque sí de la Escuela de Bellas Artes), ni miembro de la Real Academia Española, a pesar de mis deseos (aunque sí de la de Bellas Artes), ni director del Museo del Prado, aunque parecía haber nacido para ello. Fue admirable profesor y conferenciante, de conocimientos inmensos, tanto visuales como intelectuales, de palabra fácil y expresiva, de mente cálida y acogedora.

Tenía pasión por el arte, lo que nunca estorba; nunca tuvo la tentación de convertirse en un «entomólogo» de la pintura o la arquitectura, sino que las vio como emanaciones de la imaginación y la sensibilidad humana, como reflejos del temple de la vida en cada país y época.

Recorrí con él buena parte de España, y le debo los instrumentos intelectuales para ver mejor la fabulosa riqueza artística que se conserva, después de las tres grandes devastaciones de nuestra historia: la invasión napoleónica, la desamortización y la guerra civil.

También vi con él bastantes lugares de los Estados Unidos. Habíamos sido profesores de «colleges» americanos desde 1952. Cuando yo enseñaba en Wellesley College, me propuso Smith College reanudar en España el «junior year» que había interrumpido desde el comienzo de la guerra civil; acepté y propuse -según mi norma- a los que podrían ser los mejores profesores, y desde luego a Enrique Lafuente. Dimos también cursos en Middlebury y Mary Baldwin, año tras año. En 1973 nos invitó una Universidad americana a dar unas conferencias a Lafuente, a Rafael Lapesa y a mí. Propuse que fuésemos juntos, y diéramos las conferencias en los mismos días «como cuando se mandaba la flota», dije; creía que la eficacia sería mayor. Lapesa hizo el vuelo independientemente; Lafuente y yo, juntos, y recorrimos diversas ciudades, Universidades y museos; nos reunimos los tres en California; allí vimos -por última vez- a nuestra amiga Katherine Whitmore, la que había iniciado antes de la guerra los cursos de estudiantes americanas en España.

Lafuente dejó una honda huella en sus estudiantes, tanto en sus cursos como en la mostración e interpretación de las obras de arte ante los que los ponía. Sentían por él, más que admiración, veneración. Como era modesto, independiente, libre y valiente, los poderes públicos no fueron nunca generosos con él; y la sociedad, tampoco demasiado.

Tal vez por esto su obra tuvo que ser ingente. Por vocación y por necesidad tuvo que ser un trabajador incansable. No cayó en la tentación, frecuente en su generación, de ser un «aficionado egregio y bien dotado»;fue un «profesional» inspirado por una vocación irrefrenable. Sus libros son numerosos y excelentes. Desde monografías minuciosas, a veces únicas, a las que no hay más remedio que recurrir, hasta ensayos penetrantes y luminosos («De Trajano a Picasso» es uno de sus libros). Y su obra maestra es la breve historia de la pintura española.

Empezó siendo un brevísimo volumen, lleno de sustancia, absolutamente magistral. Con los años, en sucesivas ediciones, fue creciendo hasta convertirse en el libro capital sobre el tema. Creo que lo sigue siendo.

En él, como en sus demás escritos, se une el saber más riguroso con la interpretación imaginativa y jugosa, la visión de la historia y las circunstancias sociales; y por añadidura el talento literario. Enrique Lafuente Ferrari era un excelente escritor. Hombre «del 98» por la fecha de su nacimiento, en muchos sentidos representó la continuidad del espíritu de aquella generación. El conocimiento real de España, físicamente y en su historia; la lealtad a los que habían vivido antes que él; el entusiasmo por la realidad española, sin que el descontento y la crítica mermaran su fervoroso amor. La frase «pasión no quita conocimiento» podría haberse escrito para los autores del 98 y para Enrique Lafuente.

Su dignidad era extremada; esto exigió de él una dosis considerable de entereza y valor, sin lo cual todo queda disminuido y amenazado. Y representaba algo muy interesante: el espíritu de continuidad. Estaba lleno de estimación, respeto y gratitud hacia sus mayores; reconocía a sus maestros aunque los hubiera superado; y tenía en cuenta a los más jóvenes; no pensó nunca que el mundo hubiese empezado con él ni terminase en su persona.

Cuando cumplió sesenta años, es decir, hace cuarenta, escribí un ensayo titulado «Enrique Lafuente Ferrari, hombre del 98». Tracé en él algunos rasgos de su figura, ya bien visibles. Al cabo de tanto tiempo, con su vida conclusa, es oportuno recordarlo y proponer que se hagan sus cuentas completas.

Me atrevería a pedir algo más, que no se lo deje perder, que no se renuncie a su herencia. Los que se interesan por el arte, y también por la realidad global de España, deberían volver los ojos a su obra, tan viva, de la que tanto se puede aprender. Es probable que muchos no le perdonen lo que suele acarrear el silencio; su condición de español. Existe una extraña observancia que obliga a desconocer cuanto se ha pensado, dicho, escrito entre nosotros. Esto tranquiliza a algunos pero empobrece a los demás.

Se van a recordar este año unos cuantos nombres ilustres; van a influir motivos que no tienen mucho que ver con los méritos reales; se va a quemar no poco incienso. Se debería iniciar una revisión rigurosa y generosa a un tiempo de esas figuras, para aplicarles el mejor homenaje: el canibalismo. Esto es, para devorarlas y nutrirse de ellas. Es el mejor medio de poner a prueba su fecundidad, que depende de cuál fue su verdadera sustancia.

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