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Antiguallas

En 1967 escribí un largo ensayo sobre Ángel Ganivet, que fue prólogo de la traducción al francés de su «Idearium español», se titulaba «El 98 antes del 98». Tengo la primera edición de ese libro firmado y fechado en Helsingfors, octubre de 1896, publicado en Granada, 1897. Helsingfors era el nombre sueco de la ciudad que hoy se llama Helsinki, entonces capital del Gran Ducado de Finlandia, parte de la Rusia imperial de los zares. Por cierto, cuando estuve en ese país llevé en el avión y releí las «Cartas finlandesas» de Ganivet, y encontré que, a pesar de las grandes diferencias, se reconocía el mismo país.

Llamaba a Ganivet escritor fronterizo, porque «pertenecía, sin duda, a la generación del 98 -había nacido un año después que Unamuno, un año antes que Valle-Inclán-, pero, como Moisés, se quedó a las puertas de la tierra prometida. La inspiración que llevaba dentro, la de la nueva época, no llegó a florecer en su propia obra».

Por eso «preludia» tantos temas del 98, con una sorprendente peculiaridad. Ganivet había vivido mucho tiempo fuera de España, familiarizado con culturas nórdicas mal conocidas, y sin embargo era «profunda y cerradamente español». Su libro, tan poco ideológico, se llama «Idearium español», y encima en latín. Aventuré la sospecha de que se de un españolismo obsesivo en escritores que han vivido mucho fuera de España, como tantos exiliados de nuestro tiempo, y sugería la posibilidad de una «España como privación».

Quizá lo más interesante de aquel viejo escrito es la insistencia en aquella correspondencia con Unamuno -su compañero de oposiciones a cátedras de Griego- en el diario «El defensor de Granada» entre 1896 y 1898, publicada luego con el título «El porvenir de España». Es un documento del mayor interés, y siempre he pensado que prefigura la larguísima -y en cierto modo lamentable- polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz. Castro «corresponde» a Ganivet, y Sánchez Albornoz a Unamuno, salvadas todas las distancias.

Ahora que intentamos entender mejor a España, y de paso a la generación del 98, ahora que realmente podemos, por poseer instrumentos intelectuales que entonces no estaban disponibles -y que casi todos se resisten a usar-, creo que sería bueno releer estos textos ya antiguos, que desde nuestra perspectiva actual adquieren nueva luz.

Cuatro años después, en 1971, escribí otro ensayo con un sorprendente título: «El centenario de la generación del 98». Me refería, claro es al de la fecha natal central de esa generación, a los nacidos entre 1864 y 1878. No hablamos de los «autores» famosos de ese nombre, sino de los innumerables españoles, hombres y mujeres, nacidos en esas fechas, coetáneos de los escritores que fueron la mejor expresión de su realidad. Empezaron a hacerlo antes del 98, del «Desastre», sobre todo Unamuno y Ganivet; la mayoría después, acaso 1901 fue la «entrada en escena» de su conjunto, de la pequeña orquesta que formaron con sus voces distintas, con sus fuertes personalidades inconfundibles, que interpretaban una partitura común, que únicamente los sordos no perciben. ¿Qué importan las negaciones de algunos de los propios miembros, que tantas veces ejercieron su derecho a la arbitrariedad, incluso a la contradicción, que Unamuno reclamaba expresamente?

La evidencia se impone con fuerza irresistible, precisamente porque se trata del comienzo de nuestro tiempo, de la época en que todavía seguimos, de la cual estamos hechos. He insistido muchas veces en que la historia es continua, no se detiene, pero es «articulada». No avanza como un automóvil que rueda o un avión que vuela, sino como alguien que «anda», dando pasos que no interrumpen la marcha ni se detienen. Hay una «microestructura» de la historia, las generaciones, y una «macroestructura», las épocas; entre los dos siglos empezó una de estas, apoyada, por supuesto, en la anterior, en continuidad con ella, que no excluía la divergencia, incluso la polémica.

Instalados en la literatura, que fue, más que su oficio, su morada, los autores del 98, escritores antes que otra cosa, fueron capaces de expresar la realidad latente de España. Uno de ellos, Ramón Menéndez Pidal, fue el autor del espléndido concepto social e histórico del «estado latente», tan poco aprovechado, a pesar de su fecundidad y de su convergencia con las teorías más rigurosas elaboradas por las generaciones siguientes.

Ese carácter literario, esa genialidad de la palabra, sirvió para realizar una operación que era urgente y necesaria. La recuperación del sentido de la teoría entre los españoles. Acaso hoy existe entre nosotros más que en ninguna otra nación europea, aunque no se vea o no se quiera ver. Y esa vertiente la poseyeron los que pertenecían primariamente al gremio del pensamiento y de la ciencia, que fueron reivindicando en su vejez su vocación literaria, que fue condición de su eficacia.

Si no se tiene en cuenta esta dimensión no se entiende la realidad de nuestro tiempo en los diversos países. ¿No habría que buscar en la ausencia de literatura en el «Gelehrter» alemán el que no fuera capaz de evitar la indecible degradación social desencadenada por el nacionalsocialismo? La indudable amenaza de decadencia que es perceptible en Francia, ¿no tiene algunas raíces en la separación entre el «savant» y el «homme de lettres»?

Valdría la pena pensar sobre todo esto, no dejar escapar la realidad y lo que sobre ella se ha pensado ya. En este año de balances y exámenes de conciencia, es imperativo no ceder a la tentación del olvido, de la fragmentación de las minucias que omiten las líneas generales que descubren las configuraciones y permiten entender.

Sería decisivo que se intentara de verdad y a fondo la posesión de nuestra realidad, próxima y remota. La cercana es el instrumento con el que se puede percibir la lejana. No sólo porque tenemos que mirarla desde aquí, sino porque nos proporciona los instrumentos ópticos adecuados, los que se han creado en nuestro tiempo.

Son muy pocos los que los conocen; muchos se han dedicado a ignorarlos, ocultarlos o negarlos. Creo que ese empobrecimiento es simplemente suicida y puede malograr la posibilidad que nos es concedida de afrontar los problemas del tiempo que va a empezar desde el nivel en que realmente estamos, adonde se ha llegado en un siglo de difícil esfuerzo.

Es la condición de que seamos nosotros mismos, no unos antepasados nuestros, inferiores a los que en otro tiempo lo fueron, porque ellos no habían renunciado a su realidad, a su autenticidad, y eran lo que podían ser. Esto es lo que se puede exigir.

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