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Tres generaciones

Hace unos días he vuelto, una vez más, de la Argentina. Se han cumplido cuarenta y cinco años desde mi primera visión de ese país, en 1952. He estado tantas veces en él, que he perdido la cuenta, pero sin duda pasan de veinte. Cuarenta y cinco años significa tres generaciones históricas. Tácito dijo: "Per quindecim annos, grande mortalis aevi spatium". Sin duda, quince años son una gran etapa de la vida humana.

Esto quiere decir que he sido testigo cercano, afectado, curioso y desinteresado de una buena porción de la vida argentina. Suelo decir que mi Argentina es más antigua que la de casi todos los que me escuchan o leen. He sentido, desde el primer día, el atractivo de un país en tantos aspectos eminente, desdibujado por sucesos inquietantes, en ocasiones lamentables, de los que sobrevienen en mayor o menor grado a casi todos. En el caso de la Argentina han sido cuidadosamente subrayados, exagerados, repetidos por diversos intereses; se produjo años atrás una compleja discordia, y los implicados en ella acumularon negativismo sobre los adversarios, que se fue depositando -es lo que siempre sucede- sobre el conjunto. El ejemplo más notable de esto es la tentación de los países hispanoamericanos de verter descalificaciones sobre España y lo español. Los extranjeros lo recibieron, tomaron nota de ello, lo multiplicaron y, como era de temer, lo proyectaron sobre todo lo hispánico, empezando por los países independizados que lo promovieron. Todavía se cosechan las consecuencias.

En la Argentina existían problemas reales, que a mi juicio -ya entonces- se plantearon mal. Han pasado muchos años; algunos de ellos se han resuelto; otros, creo que los más graves, se han "disuelto", que es la manera más eficaz de superar casi todos los problemas. Así lo he dicho a mis oyentes argentinos.

Lo inquietante es que la inercia impide a veces enterarse de lo que pasa, de lo que acaso ha acontecido hace ya tiempo. Mi experiencia española no me permite ignorarlo: hay muchos españoles que permanecen fijados en realidades que dejaron de existir hace varios decenios, que viven en un tiempo pretérito y definitivamente superado. Es la forma más frecuente y peligrosa de arcaísmo.

Se puede explicar por la torpeza, por la incapacidad de ver la realidad; a ello ayuda la presión de los que intentan mantener vivo -o resucitar- un pasado al que se adscribieron en un momento, y más allá del cual no ven nada. Esta actitud suele ir reforzada por otra, de origen moral: el resentimiento. Hay quienes no perdonan... a la realidad, por extraño que parezca. Los que se han labrado una figura pública, acaso un pedestal, en nombre de algo que no tiene realidad, no están dispuestos a admitirlo, a fundar sus vidas en lo que efectivamente existe. Menos aún, en lo que podrá existir, en el porvenir, que quisieran ver obturado, por temor de que se los lleve por delante.

Y hay otro riesgo, de origen opuesto, pero no menos destructor: no ver lo que permanece. Mi experiencia española, tan dura y dolorosa, me liberó pronto de caer en ese error. Los beligerantes de la guerra civil, primero en cada una de las zonas, luego los vencedores en el conjunto, dieron por caducado todo lo que no les gustaba, sustituido por sus preferencias, sus consignas, a veces sus manías. Luego se vio cómo iba resurgiendo la realidad profunda española, acaso secular, las raíces apenas recubiertas por un musgo inconsistente.

Hay que estar atentos a lo que cambia y a lo que permanece; si es posible, distinguir su grado de realidad, su posible arraigo, su verdad o falsedad. Recuerdo que hace unos veinte años, los argentinos me preguntaban con insistencia por el fenómeno español del llamado "destape": no queda ni la palabra, que nadie usa. Tal vez habría que buscar otras cosas, que algo tienen que ver con aquel fenómeno efímero y sin importancia.

En España se acaba de recordar el advenimiento de la democracia, los veinte años de las primeras elecciones libres, el 15 de junio de 1977. He visto un programa de televisión en que apenas se hablaba de ello, suplantado por un minucioso recuerdo de sucesos anteriores a esa fecha, de importancia muy escasa, pero que eran lo que interesaba y convenía a los que lo habían realizado.

Los problemas que afectan a la humanidad o a cada una de sus partes tienen muy diversas causas, pero hay una exigencia intelectual que es condición inexcusable para que puedan superarse. Hay que ver, y para ello es forzoso pensar, porque la mera percepción no basta. Como el pensamiento se usa con suma parsimonia, y suele ser sustituido por esquemas prefabricados que no coinciden con lo efectivo, hay cuestiones que se perpetúan, se enquistan, por una curiosa inercia mental. Si alguien dice una estupidez notoria, puede asegurarse que se repetirá incansablemente y dejará una profunda huella, como un surco perturbador.

Ahora está de moda la palabra "globalización", que es una especie de pantalla que se interpone entre nuestra mirada y las cosas, e impide verlas. Llevo decenios diciendo que el mundo entero está "en presencia", y hay que contar con él; pero en modo alguno es "uno", sino que hay dentro de él diferencias enormes e irreductibles; si no se las ve, ni siquiera se puede entender aquellos elementos que, por pertenecer a la persona humana, son comunes a todos los hombres. Hay un mundo efectivo, que es Occidente; dentro de él hay porciones amplísimas, más semejantes y abarcables, más fácilmente inteligibles, Europa y América. Hay una realidad con vínculos accesibles y de extremada importancia, que es lo que merece llamarse el Mundo Hispánico.

Tan pronto como se trasponen esos límites se ve que se está en otras formas humanas, difíciles de comprender: los pueblos islámicos, el África negra, la India, la China... La única posibilidad de entender esas realidades humanas es reconocer sus profundas diferencias, ver que "no se entiende", y desde ahí hacer un gran esfuerzo intelectual al que pocos están dispuestos. Si se da por supuesto que el mundo es "uno" y se pueden aplicar nociones homogéneas a todo él, se puede tener la plena seguridad de no entender nada.

Dos países hispánicos, los más importantes, México y la Argentina, han tenido -y a veces todavía conservan- la tentación de pensar que "no tienen que ver" con el conjunto de Hispanoamérica. Con pretextos opuestos e injustificados: México, en nombre del "indigenismo"; la Argentina, en nombre del "europeísmo". Ambos rasgos son verdaderos y han de tenerse en cuenta; pero si se los afirma sin restricción obturan la visión, impiden ver la profunda comunidad hispánica en que ambos países viven, sin la cual no son inteligibles; a la cual hay que añadir las modalidades que los diferencian y, lo que es más importante, les dan papeles distintos y acaso únicos en el conjunto a que pertenecen.

Y, por supuesto, esto puede aplicarse a España, parte esencial de ese mundo, clave de bóveda, elementos de conexión de los que sin ella no tendrían nada que ver. A España le ha pasado la América hispanizada, resultado del más fecundo injerto de la historia, y ha quedado afectada por ello tanto como los países de la otra orilla de lo que los griegos llamaban el Río Océano.

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