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El estado de la salud

Se hizo famosa aquella frase de Ortega, en su primera conferencia en España, en la primavera de 1946, tras nueve años de exilio, cuando dijo que había encontrado en España "una sorprendente, casi indecente salud". La gracia de la expresión fue un factor importante, pero creo que casi todos percibieron oscuramente que aquello era verdad, que a pesar de tantos pesares, la sociedad española tenía una salud muy superior a lo que se pensaba.

Me parece evidente que ahora hay motivos incomparablemente superiores para que la salud social sea buena, pero son pocos los que comparten esta impresión. Esa salud dista mucho de ser perfecta, pero convendría preguntarse por su verdadero estado, por debajo de sus síntomas y, sobre todo, de las interpretaciones que circulan de ellos.

Para empezar por lo peor e indiscutible, hay en la sociedad española actual un núcleo de "maldad" con el que hay absolutamente que contar. Es algo que se propende a negar o disimular en todo el mundo, y esto es una de las causas de que prospere y tenga eficacia. Hay grupos dedicados a hacer daño, a destruir, en diferentes campos, con desigual gravedad: desde los que destruyen vidas humanas hasta los que quebrantan la concordia, ponen en peligro la insuficiente riqueza del país o desorientan a sus habitantes mediante la manipulación y la mentira.

Este núcleo existe, y no verlo es funesto; pero hay que añadir que es bastante reducido -quiero decir dadas las proporciones totales de nuestra nación, y por tanto no hay que darle más importancia que la que tiene: los dos peligros, que suelen sumarse, son desconocerlo o atribuirle una importancia mayor que la que le pertenece.

Lo que depende de ese núcleo y de sus efectos está resueltamente mal. Pero en torno a él hay un círculo más amplio, constituido por los que dicen que "todo está mal", con lo cual difunden esta noción y contribuyen a que se convierta en realidad.

Esta actitud tiene causas diversas y se presenta en variedades muy distintas. El factor más importante es el rencor, sobre todo el "rencor contra la excelencia": se dice que están mal, sobre todo, las cosas que están bien, o están camino de llegar a estarlo, las personas realmente valiosas, con las que se puede contar y que inspiran confianza, acaso ilusión.

El afán de poder, cuando es inmoderado y se ve lejano, cuando se adivina que no se merece, es un estímulo especialmente poderoso de esta actitud. Hay grupos enteros, algunos medios de comunicación, individuos concretos, dedicados a persuadir a sus conciudadanos de que todo está mal, y esto produce un efecto mayor o menor de desaliento, sobre todo cuando se ejerce sobre la espesa capa de ignorancia que cubre a gran parte de la población española -y ¡ay! no solo española-.

Pero no es la ambición la única causa; hay otra que es quizá más eficaz, desde luego más profunda, y es la existencia de "almas feas" que no pueden soportar el espectáculo de ninguna perfección. Esta es la principal explicación de los frecuentes intentos de presentar una imagen negativa y repelente de España, aunque contradiga toda evidencia, y aunque se la presente como resultado del conjunto de diecisiete maravillas, que por lo visto son cima de todas las perfecciones.

Hay también grupos, incluso partidos enteros, que se vuelven sobre ese núcleo de maldad con una curiosa mezcla de miedo y simpatía. La maldad ejerce una extraña fascinación sobre muchos, que encuentran en ella una atractiva presencia del poder; pero como ese poder puede ejercerse también contra los fascinados, el miedo persiste, y esto conduce a una actitud de desarme frente a ese mal que oscuramente se admira y no se acaba de rechazar.

Esta situación, que afecta al fondo mismo de personas y grupos, me parece extremadamente peligrosa, y los males más agudos que padecemos no tendrán remedio mientras no se supere. Quiero decir que el posible remedio no puede ser solamente exterior, sino que requiere movilizarse de dentro a fuera, mediante una reforma interna que supere la funesta alianza del miedo con la simpatía.

Todo esto viene multiplicado por el tratamiento que se da a todos estos fenómenos, y en conjunto a la realidad española. La importancia actual de los medios de comunicación es inmensa, y no tiene parangón con la de ningún tiempo pasado, ni siquiera próximo. Hasta tal punto, que ha alterado el modo normal de gestación, predominio, debilitación o evaporación de los usos sociales, de las vigencias, y obliga a repensar los principios de la sociología, lo que rarísima vez se hace, y así nos va.

Se ha producido una combinación de publicidad y silencio, que actúa en todos los campos. El ejemplo más llamativo es el deporte, sobre todo el fútbol, que es, ni más ni menos, "aquello de que se habla"; por comparación con ello, el resto es silencio, y muy especialmente lo que significa conocimiento, descubrimiento o expresión de la verdad.

Tras el deporte vienen otros asuntos que acaparan la atención de los medios de comunicación. Concursos con invitados cuyos títulos a la presencia pública son sumamente discutibles, con auditorios previamente amaestrados y que responden a los estímulos con extraños reflejos condicionados, sociales si no biológicos. Entrevistas interminables a personajes insignificantes -en el mejor de los casos-, acompañadas de espeso silencio sobre casi todo lo valioso.

Y más aún: inmensa resonancia a cuanto dicen o hacen los que, por motivos no siempre claros, han sido "adoptados" por diversos medios de comunicación, con tanto mayor fervor cuanto más siniestros son. Si se miden las páginas o el tiempo o las imágenes y se piensa en su distribución, se llegará fácilmente a explicar que sean tantos los que crean que todo está muy mal, que la sociedad española está gravemente enferma.

Los síntomas visibles llevan a esa impresión. Si se miran las cosas más de cerca, se descubren síntomas extremadamente positivos, "de los que nunca se habla". El torso de la sociedad española goza de una salud bastante satisfactoria, empezando por el fundamento necesario: la vitalidad. Y no sólo eso, sino el buen sentido, la curiosidad, la aceptación, que puede llegar al entusiasmo, de lo que se justifica y puede encender la esperanza.

Lo que pasa es que eso no "consta", no es público, no se comparte. Diríamos que los que están sanos creen que son una excepción, casi una anomalía, y tienden a disculparse. Creo que este aspecto es el decisivo, y que los esfuerzos deberían concentrarse sobre él. De su transformación depende que la salud de la sociedad española no sea minada y acaso destruida por unos cuantos, a los que habría que intentar curar. Si es posible.

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