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El Belén Traumático

De lo primero de lo que nos acordamos de los tiempos en que se ponía el belén es de que las figuras eran de barro, y se podían romper. El mismo día de Nochebuena, si andábamos enredando, porqué siempre pensábamos que la figura de un pastor tenía que estar más adelante, y la de los Reyes más atrás porque todavía venían de camino, o cambiábamos de opinión sobre el lugar en que debían estar el buey, la mula o las figuras mismas del Misterio, con todo este tejemaneje o pentimnenti de artistas, al fin las figuras podían ir a parar al suelo y romperse. Pero ya no tenían sustitución posible, y no podía haber devastación ni tristeza de alma como la que sentíamos; aunque, al mismo tiempo, tampoco un mejor aprendizaje de lo real. Porque por entonces se nos decía que eran figuras de barro, al igual que nosotros éramos de barro, y se podían quebrar de repente. ¿Como nosotros? Pedagogías posteriores quedaron muy horrorizadas de estas crudezas, pero nosotros no. Nos educaba el belén en el realismo, ciertamente.

Pero ¿por qué no nos llevábamos tal disgusto, si el que se hacía añicos era el castillo de Herodes? Quizás porque, al fin y al cabo, sólo hacía bonito allá arriba en las montañas del fondo, pero no se necesitaba en realidad; el resto de la escenografía y de la vida del belén continuaba sin él perfectamente. Por ejemplo, los patos en el lago o el río, tan tranquilos porque nadie vendría aquí a cazarlos, o las gallinas o el gallo, con su cacareo y su quiquiriquí, como en competencia con los ángeles a la hora de cantar. Sólo más tarde, cuando ya perdimos la mirada de niño y nos tornamos históricos -y mucho más con la elefantiasis de la política en nuestra vida y hasta en nuestra alma- fue el belén entero el que se nos tornó extraño, y ya no tendríamos otros ojos que los de Herodes y su corte para mirar estos belenes -si acaso nos los encontráramos-, y nuestras propias vidas.

Entre las gentes sencillas, la fama de crueldad y barbarie de Herodes sigue prevaleciendo, aunque quizás muy debilitada ya, no tanto en razón de la famosa secularización, sino porque a esas mismas gentes se las sirve a diario tal cantidad de brutalidad y horrores que la matanza de unos niños ya no puede impresionarlas; y las otras gentes más evolucionadas se explican perfectamente por qué en aquel mundo tan primario podían suceder esas cosas. De manera que ¡para qué vamos a andar recordando que no ha habido siglo más bestia y brutal, y que haya producido tantos ríos de sangre y construido tan altas montañas de cadáveres, como el XX, y que el siglo XXI va por los mismos carriles! No es caso de amargar a nadie el festín de Nochebuena, o de la Fiesta del Solsticio de Invierno en el Occidente postcristiano.

Incluso si desde niños llevamos clavado en el alma el llanto de Raquel por sus hijos, podemos estar dispuestos a disimular esa brutalidad del Herodes político, a quien, por otro lado, no debió de faltar corazón, porque sabemos que, en unos años de hambruna en su reinado, echó mano de su peculio personal para aliviar la necesidad, y esto es como un milagro que hace ya mucho que no vemos, seguramente porque eso sería una política odiosamente paternalista que significaría la humillación de la dignidad humana de los así asistidos.

El caso es que este señor, uno de tantos reyes de provincias que, desde luego, Roma manejaba -simplemente porque era más poderosa- se vio envuelto en mil intrigas tan delicadas como un encaje de bolillos, pero supo navegar y no sólo salir adelante, sino que llegó a ser rey socio y amigo del pueblo romano, y se le concedieron muchas prerrogativas, pero a él personalmente y no al cargo; de manera que tuvo las manos muy libres, y no dejó de aprovecharse de ello, tanto para imponer tributos especiales, como para recortar la esfera de poder de los Sumos Sacerdotes judíos. Y correspondió naturalmente con Augusto, con regalos y dando, en su honor, el nombre de Sebaste a la recién construida capital de Samaría.

Como a todo gobernante antiguo con alguna inteligencia, a Herodes le importaba un bledo todo lo que no fuera el orden público y un cierto bienestar de sus súbditos; lo que, sean como sean las cosas, no estaba nada mal, y a ratos lo hemos echado de menos más tarde. Esto es, Herodes no quería problemas en su provincia, y mucho menos que alguien le tratara de mover la silla, lo que también es muy comprensible. Y, en este sentido, estaba como sobre ascuas, incluso si tal posibilidad aparecía tan lejana y difusa como la que se deducía de que unos extraños Sabios Astrólogos, venidos de Oriente, hablaran de que en una aldea de su territorio había nacido un niño que sería rey. Porque, sin duda, no es ésa la mejor noticia que puede recibir un señor en el poder, y sólo tenemos que observar los intensos desasosiegos en que caen unos simples ediles o corregidores, cuando se publican encuestas que no les favorecen; o pensar, sin más, en la algarabía que ocasiona la más inocente ironía sobre lo políticamente correcto.

En nuestros días, sin embargo, tenemos ahí a la mano a la crítica histórica y a las ciencias de la naturaleza, y, lógicamente, si se echa mano de ellas, toda la escenografía y la vida del belén quedan reducidas a una narración legendaria e infantil, y parece también que ha habido quienes han identificado incluso al rutilante astro que arrastró a aquellos sabios orientales a su peregrinación; y, en consecuencia, se ha hecho gran hincapié en las esperanzas o el temor que las estrellas ponían en el corazón de los hombres de otro tiempo.

Así que nos imaginamos a los consejeros de Herodes, tratando de tranquilizar al rey. Es decir, a toda una corte aristocrática, escéptica por educación, y muy leída, viajada, y sabida, exponiendo argumentos para convencer al soberano de que no había ninguna razón para preocuparse por las creencias astrales. Pero también podemos imaginarnos al propio rey contestando: Ya; pero todo puede enredarse, y una cosa es que el asunto del Niño no sea verdad, y otra que las gentes, incluso de esta misma casa, crean que lo es. Y entonces debió de caer un silencio atroz, ante estas palabras, y, a seguido, lo seguro es que los allí presentes estuvieron de total acuerdo en que lo mejor era cortar por lo sano; porque, como poco, aquello no era de recibo, no estaba a la altura de la cultura de los tiempos, y en Roma, además, se iban a reír hasta las cariátides. Y nadie podía saber cómo se lo tomaría el César. Mejor prevenir las cosas.

Era algo totalmente racional y comprensible, y ¿cómo no entender, entonces, que la nueva Europa se plantee interrogantes parecidos, a la hora de escribir su flamante primera Constitución? Para evitar complicaciones, parece haber decidido también cortar por lo sano, y, en un alarde de modernidad y tolerancia, afirmar que de aquel Niño no tenemos ni idea; que, ciertamente, se habló de él en otro tiempo, pero ya no. Podría ocasionar traumas el asunto, y las figurillas del mundo se rompen.

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