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Europa, la herencia desdeñada

La paradoja es creciente. Por un lado fueron grandes figuras católicas como Adenauer, Schuman y De Gasperi las que impulsaron el movimiento de la unidad europea, y es evidente que entre los grandes pilares básicos de esta construcción se cuentan algunos de los principios esenciales de la Doctrina Social de la Iglesia, como la dignidad inviolable de la persona, la subsidiariedad del Estado y la solidaridad. Por otra parte, cincuenta años después parece haber crecido en las instituciones europeas una frialdad que raya en la antipatía respecto a la tradición cristiana, y en dichas instituciones ganan terreno las corrientes políticas y culturales manifiestamente hostiles hacia las Iglesias y comunidades cristianas, y muy especialmente hacia la Iglesia Católica.

Ya son conocidas las lagunas que muestra a este respecto la Carta de derechos Fundamentales de la Unión, no sólo por la exclusión de cualquier referencia a la tradición cristiana, sino también porque omite reconocer a las Iglesias y comunidades religiosas una relevancia jurídica e institucional específica. De hecho, las Iglesias no han sido invitadas a ofrecer una contribución propia a las reflexiones de la denominada Convención Europea, una especie de ''Estados Generales'' cuyo trabajo a lo largo de este año consistirá en sentar las bases para una futura Constitución europea.

No son ajenos a este proceso diversos informes, mociones y declaraciones del Parlamento Europeo claramente hostiles a la Iglesia. Entre ellas se pueden contar episodios grotescos como la condena dirigida a la Santa Sede por los casos de sacerdotes africanos acusados de abusos sexuales contra religiosas, la impugnación de un reciente discurso del Papa que recordaba la doctrina católica sobre el divorcio, o la reciente aprobación de un informe sobre Fundamentalismo y mujer, que considera lamentables injerencias las intervenciones de las Iglesias en la vida pública, y sugiere que cualquier fe religiosa es incompatible con la defensa de la libertad y de los derechos humanos. En este último caso, el europarlamento dominado por la suma de socialistas, comunistas, verdes y liberales, ha dado un salto cualitativo al negar de hecho a las comunidades religiosas el derecho a anunciar y proponer su doctrina moral, y pretender alterar su sistema interno de organización. Por todo ello, el Cardenal Roberto Tucci lo ha considerado como ''una manifestación de laicismo exasperado'', que viola los principios de libertad religiosa y de separación Iglesia-Estado. Desde un polo bien distinto, la escritora María Antonieta Macciocchi, feminista de izquierdas, ha rechazado el sesgo antirreligioso del Informe y ha defendido el derecho de las Iglesias a intervenir libremente en el debate público.

En realidad, como ha señalado una Nota de la Comisión de Obispos de la Unión Europea (COMECE), el informe ''sostiene que hay un conflicto entre religión, derechos fundamentales y libertad''. De esta forma, comenzamos a ver plasmadas en declaraciones de alto valor simbólico e institucional en el plano europeo la vieja pretensión de expulsar la fe religiosa del ámbito público como algo irremediablemente pernicioso, que es preciso tolerar en la esfera privada pero que no debe tener repercusión en la ordenación de la convivencia civil. Por supuesto, esta formulación severa del laicismo no afecta a todas las instancias políticas y culturales europeas, pero sería ingenuo ignorar la ampliación creciente de su influencia y la falta de vigor mostrada por quienes se oponen a ella en las instituciones de la Unión.

En un interesante discurso pronunciado ante los obispos españoles, el Arzobispo Jean Louis Tauran, Secretario Vaticano para las relaciones con los Estados, reconocía que estamos ante el afianzamiento de aquella tendencia que quisiera ''privatizar'' cada vez más a las Iglesias y transformar la libertad de religión en una especie de tolerancia aséptica, que permitiría a cada cual profesar determinadas convicciones religiosas, pero lo importante es que... esto no se vea públicamente. El diplomático vaticano subrayó que todos los hombres (creyentes y no creyentes) buscan una respuesta a los interrogantes fundamentales de la existencia y cultivan determinados valores y significados primordiales como la verdad y el amor, la igualdad y la justicia, el sentido del sacrificio y del dolor, el porqué del vivir y del morir. Por todo ello, ni la sociedad civil, ni los responsables políticos pueden prescindir de la aportación de las religiones a la construcción de la vida social, es decir, sería absurdo negar su dimensión histórica.

Sin embargo, Mons. Tauran reconocía que no es fácil para los poderes públicos tomar en consideración las exigencias morales y sociales que derivan de la fe religiosa de sus ciudadanos, que en no pocas ocasiones son contempladas como un auténtico desafío, y afirmaba que en la Europa de hoy es necesario definir mejor el lugar que los sistemas constitucionales reservan a las Iglesias. En todo caso, el papel del Estado no puede reducirse a una simple tolerancia, sino que debe inspirarse en el reconocimiento, el respeto y la justa valoración de un fenómeno que lo supera, ya que afecta a una dimensión innata de la persona, a su esfera más íntima y, por consiguiente, a lo ''universal'' del espíritu humano.

En definitiva, la Santa Sede no esconde su preocupación ante el rumbo de los acontecimientos, preocupación que ha sido expresada por el propio Juan Pablo II en diversas ocasiones en los últimos tiempos. Afortunadamente, el laicismo agresivo empieza a encontrar en el ámbito europeo una respuesta de altura en los ámbitos intelectuales, y ha sido precisamente en Francia donde ha tenido lugar la iniciativa más interesante. Ciento treinta personalidades de la vida política y universitaria, laicas y religiosas, vinculadas a las revistas Réforme (protestante) y Témoignage chrétién (católica) han suscrito un manifiesto por una laicidad abierta, que pretende superar el clima de crispación y desconfianza que ha rodeado al hecho religioso en temas como la Carta europea de Derechos Fundamentales, la enseñanza de las religiones en la escuela o el debate sobre la bioética. El elenco de ilustres firmas de este manifiesto, viene significativamente encabezado por el expresidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, que ya se ha manifestado en contra de los intentos de marginar la religión al ámbito privado y ha pedido que las Iglesias sean escuchadas en el proceso de reforma de las instituciones europeas. Junto a Delors, figuran nombres como Pierre Chaunu, Jacques Duquesne, Paul Ricoeur y Michel Camdessus. Estas personalidades pretendieron exponer su iniciativa al Primer Ministro Jospin, que declinó el ofrecimiento a través de su Jefe de Gabinete.

Todos estos hechos manifiestan que nos encontramos ante un debate abierto en Europa, en el que está en juego mucho más que un lugar bajo el sol para las diferentes confesiones religiosas. Se trata de cimentar y alimentar los grandes valores de la dignidad e inviolabilidad de la persona, de la libertad de conciencia, de la dignidad del trabajo y del derecho a una vida segura y a la participación de los bienes de la tierra: todos estos valores se afianzaron en las conciencias de los europeos gracias a la educación cristiana de muchas generaciones. Hoy estos valores corren el riesgo de vaciarse de contenido, de ver difuminados sus contornos hasta el punto de ser irreconocibles. Como ha dicho Juan Pablo II, ''el viejo continente tiene necesidad de Jesucristo para no extraviar su alma y para no perder aquello que le ha hecho grande en el pasado y que todavía hoy provoca la admiración de los otros pueblos''. También los fieles de otras religiones, e incluso los no creyentes, pueden reconocer esta constatación histórica, pero está claro que corresponde a los cristianos la responsabilidad de reavivar esta herencia, haciéndola propia en primer lugar, recreando su capacidad de construcción histórica y proponiéndola a través de un diálogo leal con todas las culturas.

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