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Un santo no amigo del Islam

Los Pactos Lateranenses son claros sobre este punto: la Plaza de San Pedro es territorio vaticano pero la responsabilidad de mantener en ella el orden público le corresponde al Estado italiano. Por eso las autoridades eclesiásticas están explicando a los funcionarios de policía - buenísimas personas, pero ayunas de hagiografía - por qué es preciso reforzar la vigilancia el próximo 27 de abril. Desde luego, no será porque ese domingo el Papa beatificará a Don Giacomo Alberione, fundador de los Paulinos, ni a otras cuatro religiosas, fundadoras a su vez de otras tantas congregaciones. El hecho es que, rompiendo los retrasos debidos a años de titubeos, Juan Pablo II ha añadido a esos cinco candidatos a los altares, un sexto, cuyo nombre, a más de tres siglos de distancia desde su muerte, suscita todavía la veneración de muchos católicos y el bramido de ira de un cierto mundo islámico. Así es. Ese día de abril subirá a la gloria el padre capuchino Marco de Aviano, que desde 1699 reposa, muy venerado, en la vienesa Cripta de los Capuchinos junto a los emperadores Habsburgo.

Renzo Martinello, el joven director de cine, tiene ya en marcha una película para la televisión: «Sin él - dice - hoy las italianas, y no sólo ellas, irían con burka». También está convencido de lo mismo Carlo Sgordon, que ha dedicado un hermoso libro al religioso, «Marco de Europa». Y el mismo Pasolini, autor de una pieza teatral sobre las atrocidades de los turcos en Friuli, conocía muy bien a ese antiguo coterráneo suyo. La devoción popular por él está viva no solamente en la región italiana del nordeste, sino también en Austria, en Hungría, en toda la ex Yugoslavia, donde su estatua preside muchas plazas. A esa veneración se contrapone la hostilidad de un fundamentalismo musulmán que no ha olvidado que el sueño de una Europa sometida a Alá se desmoronó el 12 de septiembre de 1683 ante las murallas de Viena, con el asalto impetuoso de una coalición cristiana compacta y enardecida, por las palabras ardorosas del Padre Marco.

Son tres, sobre todo, las causas de beatificación «políticamente incorrectas» que Juan Pablo II se encontró sobre la mesa. Estaba, obviamente, la de Pío IX, el Papa del Syllabus, de Porta Pía y del «caso Mortara». Sorteó las resistencias combinando la glorificación del «Papa malo» (ateniéndonos a la tenaz leyenda negra) a la del «Papa bueno» por definición. Un exorcismo que arrancó una sonrisa a los encargados de los trabajos: en efecto, sabían muy bien que la veneración de Juan XXIII por Pío IX era tal que Roncalli había previsto concluir el Concilio precisamente con la beatificación por aclamación de su predecesor decimonónico. En segundo lugar estaba, y está todavía, otra causa espinosa: la de Isabel de Castilla, la Reina Católica, a la que aborrecen los judíos a causa de la expulsión de los «marranos», los musulmanes por la de los moriscos y los liberales de cualquier tipo por la Inquisición.

Hace tiempo que se viene produciendo un enfrentamiento de lobbies: a los poderosos grupos contrarios a la gran soberana se contraponen sus devotos, reunidos en torno al arzobispo de Valladolid y a buena parte del episcopado sudamericano. De hecho, contrariamente también en este caso a los esquemas demagógicos, precisamente entre los indios está fuertemente arraigada desde siempre la devoción hacia la reina que financió el viaje de Colón y que inició la conquista. De todos modos, hasta ahora la causa isabelina no ha sido desbloqueada, y es previsible que ni siquiera la decisión y el coraje del Papa Wojtyla logren acabar en breve plazo con una aversión que une a fuerzas anticatólicas tan poderosas.

En cambio ha llegado a puerto el largo viaje de Marco de Aviano. Cuando tenía 16 años, el futuro capuchino nacido en Friuli en 1631, huyó del seminario, contando que se iba a embarcar hacia Candia donde los venecianos resistían heroicamente el asedio turco. Le hicieron volver atrás incluso antes de salir, le ordenaron después sacerdote. El Padre Marco destacó como orador, y, sobre todo, como taumaturgo: sus predicaciones, solicitadas ávidamente desde toda Europa, estaban marcadas por continuos prodigios. El mismo emperador Leopoldo de Habsburgo lo convirtió en uno de sus más escuchados consejeros. El capuchino retornó en 1683 a Viena en circunstancias dramáticas: los turcos, que habían devastado todos los Balcanes y arrasado Hungría a sangre y fuego, habían llegado a asediar la capital imperial. Los 150.000 guerreros de Alá eran guiados por el despiadado Gran Visir Kara Mustafá, cuyo plan preveía la islamización de toda Europa Central. Francia, por su parte, como ya hiciera en Lepanto, traicionó a la Cristiandad: tratando de debilitar al emperador, el rey Sol había llegado a firmar pactos con los otomanos. El ejército que debería haber liberado Viena del asedio no comprendía más que 70.000 hombres, entre súbditos del Imperio, polacos guiados por el rey Juan Sobiesky, bávaros, sajones, voluntarios italianos que habían respondido a la llamada desesperada del Papa. Las tropas de la coalición no sólo eran escasas, sino que estaban paralizadas por las rivalidades entre los jefes. La situación fue desbloqueada con prodigios de pasión y de persuasión, precisamente por parte del Padre Marco, enviado por el Papa, y cuyo prestigio eran inmenso no sólo entre los católicos, sino también entre las tropas protestantes.

Por indicación del capuchino, el rey de Polonia asumió el mando, y el ejército llegó a las puertas de Viena cuando la ciudad, ya en las últimas, estaba a punto de capitular. Al alba del 12 de septiembre de aquel 1683, el religioso celebró la misa sobre el Kahlenberg, la colina que está sobre la ciudad, ayudado en el altar por los reyes y los príncipes de la coalición. Tras una inflamada predicación en una mezcla de italiano, alemán y latín, manteniendo en alto su cruz de madera, el padre Marco se hincó de rodillas rezando, mientras las tropas avanzaban al asalto. Los cristianos eran la mitad que los musulmanes, y a diferencia de éstos, no contaban con artillería. Pero el ímpetu con que se lanzaron contra los soldados de Alá arrasó la defensa. La batalla fue violentísima y breve. En pocas horas 20.000 turcos cayeron sobre el terreno y los supervivientes huyeron, abandonando todo, incluido el harén «móvil» del Gran Visir. La amenaza islámica en el corazón mismo de Europa había sido desbaratada. El padre Aviano estuvo entre los primeros que entraron en la Viena liberada y celebró el «Te Deum» en la catedral.

En los años siguientes, su incansable actividad fue decisiva para la liberación de Budapest y de Belgrado. Si los turcos fueron acosados y rechazados hacia Estambul, el mérito fue de la «Liga Santa», en la que el capuchino había logrado que entrara también Venecia, siempre ambigua y vacilante. Cuando murió, en su pobre celda lloraban, de rodillas, el emperador y su mujer: quisieron que el humilde religioso a quien se debía la salvación de Europa, fuese enterrado en su mausoleo.

Las trágicas circunstancias hicieron de Marco de Aviano un extraordinario alentador de heroísmos guerreros, un habilísimo diplomático por la causa de la unidad cristiana. Pero en realidad era un hombre de paz, completamente ajeno a las intrigas políticas: un fraile que vivió fiel a la regla franciscana y que ejercitó hasta el final las virtudes cristianas, siempre nostálgico de la paz del claustro.

Bueno y generoso, alejado de todo fanatismo y contrario a toda crueldad, siempre se afanó en salvar vidas, por mitigar la suerte de los prisioneros, por exhortar al perdón, a la misericordia, a la búsqueda del acuerdo. Si intervino en la guerra no fue más que en legítima defensa de una cristiandad agredida. Se lanzó a aconsejar planos estratégicos a los generales y tratados a los gobernantes, pero siempre y sólo para alejar la amenaza mortal de la Europa cristiana. No fue por casualidad que los musulmanes de su tiempo le miraran con respeto, cuando no con admiración. Sólo el fundamentalismo reciente lo ha transformado en un «enemigo», hasta el punto de obligar a medidas extraordinarias de seguridad cuando, dentro de pocos meses, el Papa lo elevará, «urbi et orbi», a la gloria.

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