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El orden político

El orden político surge del equilibrio entre el mando y la obediencia. A ello se refería elegantemente la frase de Ortega «mandar no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una exquisita mixtura de ambas cosas». La institución del orden político - el régimen político - constituye el objetivo automático, inmediato de la Política y lo Político mediante el mando político y la correlativa obediencia política: el orden político no es fruto exclusivo del mando, sino que requiere la colaboración más o menos activa del grupo o parte de él. Mientras no se instituye el orden político sólo hay situaciones políticas en las que se pugna por transformar la potencia social - el poder social - en poder político. Poder que por definición tiene que ser único, soberano: no admite otro igual dentro de una unidad política. Es el poder supremo dentro de cualquier grupo político. Un poder cuya ordenación de la estructura jerárquica se confunde, pues, con la esencia de la colectividad, en cuyo êthos hunde sus raíces. Primero, como decía R. Aron, evocando la tradición europea de la política, porque no hay vida social - convivencia - sin un poder ordenado y ordenador, y segundo, porque el estilo propio del poder político consiste en humanizar las relaciones sociales. Ambas notas sustantivan la legitimidad del poder político: dan su forma al orden político al ordenar su contenido según una idea rectora. Idea que constituye la condición de su inteligibilidad y eficacia (J. Freund) y cuya verdad cosmológica, antropológica o soteriológica (E. Voegelin) en la que descansa, le da una connotación moral.

Ahora bien, el medio para instituir el poder político es la fuerza; esta última es inherente a todo poder político y a todo orden político. La fuerza es, decía Passerin d Entrèves, el primer plano de lo Político. Quien dice orden político dice fuerza, violencia; podrá parecer lamentable a los espíritus idealistas o timoratos pero así es; el problema consiste en cómo se emplea esa fuerza o violencia y qué meta se propone alcanzar con ella el poder político a fin de superar la situación política sin devenir impolítico o antipolítico. Y esa meta es justamente, ante todo, el orden político, que una vez instituido se manifiesta y reconoce como un orden limitado por el êthos social a lo indispensable para poder convivir: el orden público.

Así pues, la consecuencia inmediata del orden político no es la paz sino la seguridad, fundamentalmente de las personas - el dar protección - , luego de sus bienes; seguridad empero siempre precaria mientras se asiente sólo en la fuerza. Si no va más allá, si la fuerza en que descansa no se legitima transformándose en poder, al no enraizar en la colectividad el orden será inestable, transitorio, impolítico; se estará siempre pendiente de que la potencia de la sociedad no suscite nuevos aspirantes al poder político.

No existe, pues, un orden político puro, del mismo modo que no hay un orden moral puro. No hay actos políticos o morales puros; no hay «política por la política» ni hay moral por la moral como pretende el humanitarismo contemporáneo. Esto es debido a que la política, igual que la moral, no tiene su fin en sí misma, sino que, aunque sea autónoma respeto al derecho o la economía - por lo que es cosa del hombre político - , constituye una actividad que pone la fuerza al servicio del hombre: en realidad, aunque pueda parecer otra cosa, a diferencia del derecho y de la economía, la política concierne más directamente que estos últimos al sentido de la existencia. De ahí la inevitable relación dialéctica permanente entre la política y la religión de la que recibe aquélla su moralidad.

El orden político posibilita la vida social, la convivencia. Sin él no es posible vivir humanamente, ya que el hombre no podría manifestarse conforme a su naturaleza, como ser libre. Por eso, desde los griegos, casi toda la tradición ve al ser humano como un «animal político».

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