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Novedad en el frente

La obediencia política no es cuestión de elección. En un régimen libre, o sea, político, hay que obedecer al que tiene el mando. Por tanto, obedecer políticamente no implica el consentimiento de los ciudadanos en el sentido de que se adhieran íntimamente o compartan las ideas del que manda, sino únicamente el reconocimiento de la institución del mando aceptándola tácitamente y de forma externa. Basta que exista un mínimo de confianza. «No es la razón por la que se obedece sino la obediencia lo que hace al súbdito», decía el filósofo hispano-holandés Espinosa. Así pues, en política no se elige al que se obedece: simplemente hay que obedecer, sin que se puedan elegir tampoco los motivos de la obediencia. De otra manera no existiría ningún grupo político ni siquiera un pueblo, salvo en el caso de la tiranía, en la que la necesidad de obedecer permanentemente se impone por la fuerza. Por eso la tiranía no es un régimen político sino antipolítico, lo que, por cierto, le distingue de la dictadura, forma de gobierno puramente política para situaciones excepcionales en la que el derecho positivo queda en suspenso total o parcialmente, sustituido por las órdenes del mando, que también se atiene a ellas mientras no las modifique.

Se podría decir, pues, que la obediencia política es pasiva: basta con no resistir activamente las órdenes del mando. La forma de gobierno en la que se ve más claramente esta condición de la obediencia política es precisamente la democrática. En ella se elige a los que mandan dando por supuesto que van a ser obedecidos por todos, no sólo por quienes los escogen. Si los que se abstienen o prefirieron a otros que según las reglas no obtienen derecho a acceder al mando, desobedecen, no sólo la democracia sino la vida política, se hace imposible: en el extremo, o sobreviene una situación antipolítica de anarquía o se produce una guerra civil. La obediencia política, la obediencia al que manda políticamente, tiene que ser permanente e incondicionada.

Ahora bien, como obedecer políticamente no requiere consentimiento, no significa rebajarse o envilecerse ni que el que mande usurpe la voluntad general, según cree la democracia libertaria hostil a todo mando y a toda obediencia muy bien definida por la frase de Proudhom «no quiero estar gobernado ni ser gobernado». Por lo mismo, hacer oposición al gobierno no equivale a desobediencia: da por supuesta la obediencia. Es más, en un régimen libre, la posibilidad de oposición constituye un requisito formal de la obediencia como aceptación exterior del mando. Por eso decía J. Freud que la obediencia política presupone la tolerancia, lo que implica, como cualquier forma de tolerancia, una mentira; en este caso, una «mentira social, inextirpable y vital para cualquier sociedad». Pues, el verdadero tolerante está en desacuerdo con aquello que tolera, pero lo acepta para poder convivir: antepone la necesidad de con-vivir a su opinión particular. La oposición rompe las reglas de la convivencia política cuando expresa activamente la desobediencia, acaso con violencia, o invocando motivos morales, no políticos, lo que abre paso a la demagogia; lo mismo que el que manda sí impone su opinión, no por el derecho que tiene a dirigir al grupo político sino por la fuerza o por razones exclusivamente morales.

La función de la política consiste, justamente, en sustituir la apelación a la fuerza o a la moral, casos en que las posiciones son irreconciliables, por la discusión libre de las opciones políticas posibles. Por eso es falsear gravemente la política situar la discusión política en el plano moral; es una manera de incitar al uso de la fuerza, en último extremo de apelar al derecho (natural) de resistencia al poder que se tilda de inmoral. El político tiene que ser moral, pero la política no es la moral. Únicamente en caso de inmoralidad con gravísimas consecuencias políticas, que cabe resumir en la pérdida o el secuestro de las libertades, se puede apelar al derecho de resistencia. Cuando la oposición sólo argumenta moralmente, el régimen, es decir el orden político, está en peligro.

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