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La Herencia Cristiana

Para constatar que Europa es una construcción secular, bastaría con traer a la memoria los materiales de sus primeros cimientos: ¿acaso hay primeras piedras más civiles y laicas que el carbón, el acero, la energía atómica o el comercio?

En efecto, no sólo desde entonces es inexistente el más mínimo rastro de confesionalidad en sus instituciones o en sus políticas; pero es que , además, la Carta de Derechos Fundamentales, que se integrará en la Constitución Europea con pleno valor jurídico, reconoce los derechos, libertades y principios de una Unión que, a los efectos de esta reflexión, tiene todas las características de un régimen aconfesional. Como el que votamos los españoles en la Constitución de 1978. Y prefiero este término de aconfesional, porque el de laicismo remite a una preocupación militante que no está en el acervo común de los europeos; los regímenes políticos que se han dado británicos, algunos escandinavos o griegos cuentan, en diversos grados, con Iglesias oficiales y ello es compatible con el respeto a la libertad de conciencia y la no existencia de discriminación para con los individuos.

Así las cosas, algunos Gobiernos, algunos países, sostenemos que la Constitución Europea sería un texto más acabado si contuviera una referencia al cristianismo. Pero esa opinión no es compartida por todos. Y ello es perfectamente compatible, diría más, es pura coherencia con nuestra enérgica defensa de la incorporación a la aventura común europea de una sociedad mayoritariamente musulmana como la turca. Precisamente porque creemos en el futuro compartido, atribuimos relevancia a la claridad en la asunción de lo que ni más ni menos es nuestra historia.

Puesto que hablamos de palabras y de conceptos, me parece oportuno delimitar, antes de entrar en otras razones, el significado de ese término «cristianismo», pues quizá la discrepancia de ciertos gobiernos y movimientos ante esa pretensión nuestra, pero también de otros gobiernos y movimientos, responda a que el debate se está planteando sobre una imprecisión lexicográfica, sobre una terminología difuminada, que confunde significados y confunde a las personas.

En efecto, la mayoría de las voces registran varias acepciones y ese es el caso también de la voz «cristianismo» que contiene, al menos, dos significados: uno, relativo a la religión, a la religión cristiana y otro, relativo a la cultura, a la civilización, como ocurre cuando se habla de la civilización cristiana; pues bien, nosotros defendemos que la Constitución Europea incluya una mención al cristianismo con ese significado cultural, de civilización, es decir, de decurso histórico diferenciado. En esa acepción, el valor de religión está desvitalizado, inerte, es una acepción no marcada. Apostamos por un término general, desprovisto de sus valores religiosos.

Es innegable que los valores que compartimos -como la igualdad y la dignidad de la persona- tienen una genealogía genuinamente cristiana, de la que emana también su vocación universal; a su vez, es cierto que otras raíces poderosas nutren también el árbol fecundo del patrimonio espiritual y moral europeo; pero no se trata aquí de consignar o de entrar en liza sobre las aportaciones de unos u otros movimientos a la historia de las ideas.

Entonces ¿por qué queremos introducir esa alusión y con ese alcance? Pues por razones de congruencia con la trayectoria histórica de Europa en su conjunto y con la de cada una de sus partes y por motivos de comprensión, de inteligencia de nuestra realidad en sus más variadas expresiones. Y aquí sí, la referencia al cristianismo es incuestionable.

Citar las circunstancias, los elementos que en Europa y en nuestros países se vinculan con el cristianismo sería citar el océano, por decirlo con palabras prestadas. Pero me aventuro a escoger algunos.

Si los países reflejan en sus símbolos las corrientes más profundas de su realidad, si esos símbolos encarnan la concepción más decantada que cada país tiene de sí mismo, nos basta con mirar a las banderas nacionales o a los escudos nacionales de quienes conforman Europa en su sentido amplio para comprobar que los símbolos cristianos, como la cruz, la paloma o la llave, son sin duda los elementos más repetidos (Andorra, Bélgica, Bulgaria, Chipre, Dinamarca, Eslovaquia, España, Finlandia, Grecia, Holanda, Hungría, Islandia, Liechtenstein, Lituania, Luxemburgo, Malta; Moldavia, Mónaco, Noruega, Rumanía, Reino Unido -«Dieu et mon Droit»-, Rusia, San Marino, Serbia-Montenegro, Suecia, Suiza y Vaticano). Y vuelvo a la precisión anterior: esos países, esos Estados, como España, son aconfesionales, por lo que tales signos carecen ya de denotación religiosa, de compromiso con una creencia, pero se mantienen por su connotación histórico-cultural. ¿Acaso puede entenderse que los europeos nos demos una Constitución, un marco de convivencia, en la que no se transfiera esa connotación, que sea incongruente con ese significado, precisamente el más constante, reiterado y mantenido por ellos en sus símbolos mayores ?

También acabo de decir que esa mención es necesaria para comprendernos, para que sean inteligibles tantísimas porciones de nuestra realidad. Si los símbolos nos explican como nación, los nombres nos explican como personas; ¿acaso renunciarían a sus nombres un José María o un José Luis o un Gaspar por los antecedentes religiosos de tales nombres? Con el nombre de Santiago ha hecho su camino hasta la Jefatura del Estado el actual Presidente francés y ello no es incompatible con el laicismo de aquella República, ni tampoco lo contamina; es verdad que el Primer Ministro británico tiene un nombre romano (y alguno podría aducir esa circunstancia, y la proporción con que se repite en muchas otras personas, para pedir también que se introduzca una mención a la herencia romana), pero lo que es indudable es que, se llame como se llame, cualquier británico tiene un «christian name», según la expresión consagrada.

Y este es otro ámbito esencial de todo grupo humano, el del lenguaje, en el que, no de Pascuas a Ramos, sino muy a menudo -pensemos en el «adiós» de todos los días- trasciende esa raíz europea nuestra.

Por último, queremos aprobar esa Constitución en diciembre -mes que en alemán puede designarse como «Christmonat»- pero a ser posible en el año 2003, ¿2003 de qué? 2003 de la era cristiana, 2003 después de Cristo. ¿Es preciso cambiar también la cronología por asepsia?; y ya sabemos cómo han fracasado todos los intentos de adoptar otra referencia temporal, precisamente por su inconsistencia, por lo que tienen de forzado.

Es cierto que, aunque existen, son pocos los preámbulos de las Constituciones de los Estados europeos que consignan menciones a Dios o al cristianismo. Pero también lo es que tales preámbulos no se refieren a los hechos históricos y a las realidades espirituales que tienen auténtico valor constituyente para los respectivos Estados. Esa omisión es perfectamente explicable: son hechos y datos que se dan por sabidos, porque han formado parte de la enseñanza desde hace cientos de años; muchas generaciones de ciudadanos se han educado en su conocimiento.

El caso de la idea de Europa es distinto. Puede que los ciudadanos empiecen a tener una noción aceptable de la estructura institucional de la Unión Europea. Pero eso no basta: se trata de que los ciudadanos conozcan las realidades profundas que dan sentido a la construcción europea. Se ha hablado mucho del «déficit democrático» de la Unión, de lo ajena que la ciudadanía se siente respecto de sus instituciones, de la necesidad de acercar Europa a los ciudadanos. Pues bien, la superación de esa lejanía pasa por una labor pedagógica que consiste en explicar adecuadamente los orígenes de Europa, y entre esos orígenes, es ineludible recordar a todos que mil años antes de lograr una unidad económica y política, Europa nació como una unidad espiritual en torno al cristianismo.

Consignar todo ello con la palabra «cristianismo» es el proceder natural, la constatación de una realidad primordial, mientras que evitar esa referencia tiene algo de maniobra, que suprimiendo la palabra quiere negar ese océano de circunstancia y se queda en un gesto de una militancia arcaica.

En resumen, el respeto a nuestras señas más permanentes y la obligación de hacernos inteligibles ante nosotros mismos y ante los demás en esa presentación constitucional que se quiere novedosa, nos anima a considerar como una justa y necesaria mejora del texto la constancia en él de una referencia al cristianismo.

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