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Tú eres Pedro

Antes de que los ejércitos de Hitler invadieran Polonia, el joven Karol Wojtyla había decidido encauzar su talento por los senderos de la vocación literaria. Formado en la lectura de los románticos polacos, que reconocían en el catolicismo la levadura que había hecho posible el nacimiento de una conciencia nacional, Wojtyla descubre en la palabra un instrumento para aunar sentimiento y razón, emoción e intelecto, así como un canal privilegiado para volcar su búsqueda exigente de espiritualidad. En las baladas y epopeyas polacas, enardecidas por una gran pasión patriótica, Wojtyla aprenderá también que los quebrantos de un pueblo sometido a dominaciones atroces son el sustrato fecundo sobre el que se asientan los cimientos de una gloria venidera. Esta consideración del sufrimiento como escuela de redención y búsqueda radical de libertad halla su emblema más universal en el misterio de la Cruz, que el joven Wojtyla, poeta y dramaturgo, no tardará en reconocer como acontecimiento nuclear de la historia humana y epicentro de la vida cristiana. Y entonces llegaron los nazis.

El joven Wojtyla, que soñaba con una «Polonia ateniense», más perfecta aún que Atenas, pues la iluminaba «la ilimitada grandeza del cristianismo», presencia el saqueo de la Universidad Jagelloniana, donde acababa de inscribirse para cursar estudios de filología. La leyenda cincelada sobre el dintel del aula magna de la universidad -Plus ratio quam vis- es ultrajada por una horda de militares sin honor que arrasan su biblioteca y arrestan a sus profesores, enviándolos al campo de concentración de Sachsenhausen, donde perecerán entre innombrables torturas. Hans Frank, delegado plenipotenciario de Hitler en Polonia, distribuye entre sus subordinados consignas muy escuetas: «Uno de los objetivos principales de nuestro plan es acabar con la mayor rapidez posible con cuantos sacerdotes o líderes alborotadores caigan en nuestras manos. \ Cualquier vestigio de cultura polaca debe ser eliminado. Los polacos trabajarán. Comerán bien poco. Y acabarán por morir. Nunca volverá a existir otra Polonia». La Iglesia católica de Polonia, depositaria de la cultura y de la identidad nacionales, se convertirá de inmediato en obcecada diana de la vesania nazi: sus templos son demolidos, sus liturgias prohibidas, más de una tercera parte de sus ministros deportada a los campos de exterminio. «Dachau -nos relata George Weigel- se convirtió en el monasterio más poblado del mundo». Casi tres mil sacerdotes polacos fueron inmolados, por negarse a abjurar de su fe; muchos de ellos probaron en sus carnes dilaceradas, antes de expirar, los experimentos médicos de Mengele. El salesiano Józef Kowalski, que regentaba la parroquia de Karol Wojtyla en Debniki, fue ahogado por sus carceleros en una sentina rebosante de heces, tras negarse a pisotear las cuentas de un rosario. Y aún habrá quien atribuya a la Iglesia católica connivencias con el régimen nazi.

«Triste está mi alma hasta la muerte, mas no se haga mi voluntad, sino la Tuya», dice Jesús, en la noche de la tribulación, mientras sus discípulos duermen. Seguramente, estas mismas palabras frecuentaron los labios del joven Wojtyla, mientras extraía piedra caliza en la cantera de Zakrzówek, donde lo habían destinado los invasores. Seguramente, el eco de estas palabras ritmaba sus pasos, mientras regresaba a casa, tras una jornada extenuadora. No podemos entender cabalmente la estatura espiritual de Juan Pablo II, ni su denodado mensaje de confianza en la supremacía del espíritu sobre las debilidades y achaques de la carne, sin volver la mirada hacia ese joven que, ante la apoteosis del horror, decide postergar su vocación literaria y escuchar la llamada religiosa. «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pues el alma no pueden matarla», leemos en el capítulo décimo del Evangelio de San Mateo; y también: «El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla su vida, la perderá; y el que la perdiere por amor a mí, la hallará». El joven Wojtyla acata el doloroso cáliz que se le tiende: sabe que Dios lo envía «como oveja en medio de lobos»; sabe que su sangre puede ser derramada en cualquier instante, pero también que no existe verdadero testimonio de fe sin ímpetu de entrega y aceptación del sacrificio. En el otoño de 1942, el joven Wojtyla ingresa en las catacumbas de la clandestinidad, para iniciar sus estudios de seminarista; algunos de sus compañeros serán arrestados y regados de plomo. Mientras reza ante sus cadáveres, arrojados por la Gestapo en las calles de Cracovia para que sirvan de alimento a los perros, el joven Wojtyla repite con la garganta estrangulada por el apremio de las lágrimas las instrucciones de Jesús a sus discípulos: «Seréis llevados a los gobernadores y reyes por amor de mí, para dar testimonio ante ellos y los gentiles. Cuando os entreguen, no os preocupéis cómo o qué hablaréis, porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir. \ Seréis aborrecidos de todos por mi nombre; el que persevere hasta el fin, ése será salvo».

Y el joven Wojtyla perseveró, haciendo de su vocación una asignatura de dolor que cada día incorporaba nuevas lecciones; a la barbarie nazi no tardaría en suceder una arrasadora dictadura comunista cuya demolición no se hubiese completado sin su concurso. Este entendimiento de la vida como escuela de sufrimiento explica, sesenta años después, la epopeya de un viejo que rehuye la tentación de la renuncia y agota sus días en el cumplimiento de una encomienda que no puede rechazar, porque se la inspira una fuerza más poderosa que el declinar de su naturaleza. Sin esta comprensión del hombre como recipiente de misiones que exceden y rectifican su mera envoltura carnal, el sacrificio de Juan Pablo II, dispuesto a morir con las sandalias puestas, resulta ininteligible; de ahí que la lealtad a su misión -una lealtad que se sobrepone a la decrepitud, que anhela calcinarse en la hoguera de su pasión evangelizadora- provoque tanto rencoroso enojo entre quienes niegan la existencia de un misterio que enaltece el barro del que estamos hechos. Pero basta aceptar que bajo esa apariencia de fragilísimo barro se esconde un meollo espiritual de granito para que la figura de Juan Pablo II ensanche su significación histórica y aparezca ante nosotros -permítasenos parafrasear a Isaías- como una criatura ungida para predicar la buena nueva a los abatidos y sanar a los de quebrantado corazón, para anunciar la libertad a los cautivos y la remisión de sus penas a los encarcelados. Toda la ingente labor apostólica y pastoral de Juan Pablo II se resume, a la postre, en un mensaje liberatorio que exhorta al hombre a superar, mediante una abnegada catequesis del dolor, las plurales tiranías que pretenden sojuzgar su espíritu y pisotear su condición sagrada, encerrándola en las mazmorras de la esclavitud fascista o comunista, o engatusándola con los oropeles de un hedonismo caprichoso. El joven Wojtyla descubrió un día el rostro de Dios en el rostro de cada hombre que sufre; y desde entonces ha empleado sus esfuerzos en la vindicación de un mensaje humanista que, trascendiendo la condición perecedera de la carne, proclama la dignidad inviolable de cada persona, como recipiente privilegiado e irrepetible de un espíritu que halla su principal fuerza en la superación de la adversidad y que expresa esa fuerza en la donación al prójimo. Frente al concepto vacuo de libertad individualista entronizado en nuestra época (que exalta de modo absoluto la autonomía personal, llegando a convertirse en una aberrante legitimación de la libertad del poderoso para imponer sus designios sobre el débil), Juan Pablo II -fiel a la enseñanza aprendida en su juventud- defiende una libertad establecida sobre vínculos de piedad: por eso desenmascara en sus encíclicas el egoísmo de los países ricos que imponen su voluntad sobre los países pobres, impidiendo su desarrollo; por eso condena una guerra que diezma a los inocentes c

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